Sigue el texto completo del mensaje:
Queridos hermanos y hermanas
En los años anteriores, hemos tenido la oportunidad de reflexionar
sobre dos aspectos de la vocación cristiana: la invitación a «salir de
sí mismo», para escuchar la voz del Señor, y la importancia de la
comunidad eclesial como lugar privilegiado en el que la llamada de Dios
nace, se alimenta y se manifiesta.
Ahora, con ocasión de la 54 Jornada Mundial de Oración por las
Vocaciones, quisiera centrarme en la dimensión misionera de la llamada
cristiana. Quien se deja atraer por la voz de Dios y se pone en camino
para seguir a Jesús, descubre enseguida, dentro de él, un deseo
incontenible de llevar la Buena Noticia a los hermanos, a través de la
evangelización y el servicio movido por la caridad. Todos los cristianos
han sido constituidos misioneros del Evangelio. El discípulo, en
efecto, no recibe el don del amor de Dios como un consuelo privado, y no
está llamado a anunciarse a sí mismo, ni a velar los intereses de un
negocio; simplemente ha sido tocado y trasformado por la alegría de
sentirse amado por Dios y no puede guardar esta experiencia solo para
sí: «La alegría del Evangelio que llena la vida de la comunidad de los
discípulos es una alegría misionera» (Exht. Ap. Evangelium gaudium, 21).
Por eso, el compromiso misionero no es algo que se añade a la vida
cristiana, como si fuese un adorno, sino que, por el contrario, está en
el corazón mismo de la fe: la relación con el Señor implica ser enviado
al mundo como profeta de su palabra y testigo de su amor.
Aunque experimentemos en nosotros muchas fragilidades y tal vez
podamos sentirnos desanimados, debemos alzar la cabeza a Dios, sin
dejarnos aplastar por la sensación de incapacidad o ceder al pesimismo,
que nos convierte en espectadores pasivos de una vida cansada y
rutinaria. No hay lugar para el temor: es Dios mismo el que viene a
purificar nuestros «labios impuros», haciéndonos idóneos para la misión:
«Ha desaparecido tu culpa, está perdonado tu pecado. Entonces escuché
la voz del Señor, que decía: “¿A quién enviaré? ¿Y quién irá por
nosotros?”. Contesté: “Aquí estoy, mándame”» (Is 6,7-8).
Todo discípulo misionero siente en su corazón esta voz divina que lo
invita a «pasar» en medio de la gente, como Jesús, «curando y haciendo
el bien» a todos (cf. Hch 10,38). En efecto, como ya he recordado en
otras ocasiones, todo cristiano, en virtud de su Bautismo, es un
«cristóforo», es decir, «portador de Cristo» para los hermanos (cf.
Catequesis, 30 enero 2016). Esto vale especialmente para los que han
sido llamados a una vida de especial consagración y también para los
sacerdotes, que con generosidad han respondido «aquí estoy, mándame».
Con renovado entusiasmo misionero, están llamados a salir de los
recintos sacros del templo, para dejar que la ternura de Dios se
desborde en favor de los hombres (cf. Homilía durante la Santa Misa
Crismal, 24 marzo 2016). La Iglesia tiene necesidad de sacerdotes así:
confiados y serenos por haber descubierto el verdadero tesoro, ansiosos
de ir a darlo a conocer con alegría a todos (cf. Mt 13,44).
Ciertamente, son muchas las preguntas que se plantean cuando hablamos
de la misión cristiana: ¿Qué significa ser misionero del Evangelio?
¿Quién nos da la fuerza y el valor para anunciar? ¿Cuál es la lógica
evangélica que inspira la misión? A estos interrogantes podemos
responder contemplando tres escenas evangélicas: el comienzo de la
misión de Jesús en la sinagoga de Nazaret (cf. Lc 4,16-30), el camino
que él hace, ya resucitado, junto a los discípulos de Emaús (cf. Lc
24,13-35), y por último la parábola de la semilla (cf. Mc 4,26-27).
Jesús es ungido por el Espíritu y enviado. Ser discípulo misionero
significa participar activamente en la misión de Cristo, que Jesús mismo
ha descrito en la sinagoga de Nazaret: «El Espíritu del Señor está
sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los
pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la
vista; a poner en libertad a los oprimidos; a proclamar el año de gracia
del Señor» (Lc 4,18). Esta es también nuestra misión: ser ungidos por
el Espíritu e ir hacia los hermanos para anunciar la Palabra, siendo
para ellos un instrumento de salvación.
Jesús camina con nosotros. Ante los interrogantes que brotan del
corazón del hombre y ante los retos que plantea la realidad, podemos
sentir una sensación de extravío y percibir que nos faltan energías y
esperanza. Existe el peligro de que veamos la misión cristiana como una
mera utopía irrealizable o, en cualquier caso, como una realidad que
supera nuestras fuerzas. Pero si contemplamos a Jesús Resucitado, que
camina junto a los discípulos de Emaús (cf. Lc 24,13-15), nuestra
confianza puede reavivarse; en esta escena evangélica tenemos una
auténtica y propia «liturgia del camino», que precede a la de la Palabra
y a la del Pan partido y nos comunica que, en cada uno de nuestros
pasos, Jesús está a nuestro lado. Los dos discípulos, golpeados por el
escándalo de la Cruz, están volviendo a su casa recorriendo la vía de la
derrota: llevan en el corazón una esperanza rota y un sueño que no se
ha realizado. En ellos la alegría del Evangelio ha dejado espacio a la
tristeza. ¿Qué hace Jesús? No los juzga, camina con ellos y, en vez de
levantar un muro, abre una nueva brecha. Lentamente comienza a
trasformar su desánimo, hace que arda su corazón y les abre sus ojos,
anunciándoles la Palabra y partiendo el Pan. Del mismo modo, el
cristiano no lleva adelante él solo la tarea de la misión, sino que
experimenta, también en las fatigas y en las incomprensiones, «que Jesús
camina con él, habla con él, respira con él, trabaja con él. Percibe a
Jesús vivo con él en medio de la tarea misionera» (Exhort. ap. Evangelii
gaudium, 266).
Jesús hace germinar la semilla. Por último, es importante aprender
del Evangelio el estilo del anuncio. Muchas veces sucede que, también
con la mejor intención, se acabe cediendo a un cierto afán de poder, al
proselitismo o al fanatismo intolerante. Sin embargo, el Evangelio nos
invita a rechazar la idolatría del éxito y del poder, la preocupación
excesiva por las estructuras, y una cierta ansia que responde más a un
espíritu de conquista que de servicio. La semilla del Reino, aunque
pequeña, invisible y tal vez insignificante, crece silenciosamente
gracias a la obra incesante de Dios: «El reino de Dios se parece a un
hombre que echa semilla en la tierra. Él duerme de noche y se levanta de
mañana; la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo» (Mc
4,26-27). Esta es nuestra principal confianza: Dios supera nuestras
expectativas y nos sorprende con su generosidad, haciendo germinar los
frutos de nuestro trabajo más allá de lo que se puede esperar de la
eficiencia humana.
Con esta confianza evangélica, nos abrimos a la acción silenciosa del
Espíritu, que es el fundamento de la misión. Nunca podrá haber pastoral
vocacional, ni misión cristiana, sin la oración asidua y contemplativa.
En este sentido, es necesario alimentar la vida cristiana con la
escucha de la Palabra de Dios y, sobre todo, cuidar la relación personal
con el Señor en la adoración eucarística, «lugar» privilegiado del
encuentro con Dios.
Animo con fuerza a vivir esta profunda amistad con el Señor, sobre
todo para implorar de Dios nuevas vocaciones al sacerdocio y a la vida
consagrada. El Pueblo de Dios necesita ser guiado por pastores que
gasten su vida al servicio del Evangelio. Por eso, pido a las
comunidades parroquiales, a las asociaciones y a los numerosos grupos de
oración presentes en la Iglesia que, frente a la tentación del
desánimo, sigan pidiendo al Señor que mande obreros a su mies y nos dé
sacerdotes enamorados del Evangelio, que sepan hacerse prójimos de los
hermanos y ser, así, signo vivo del amor misericordioso de Dios.
Queridos hermanos y hermanas, también hoy podemos volver a encontrar
el ardor del anuncio y proponer, sobre todo a los jóvenes, el
seguimiento de Cristo. Ante la sensación generalizada de una fe cansada o
reducida a meros «deberes que cumplir», nuestros jóvenes tienen el
deseo de descubrir el atractivo, siempre actual, de la figura de Jesús,
de dejarse interrogar y provocar por sus palabras y por sus gestos y,
finalmente, de soñar, gracias a él, con una vida plenamente humana,
dichosa de gastarse amando.
María Santísima, Madre de nuestro Salvador, tuvo la audacia de
abrazar este sueño de Dios, poniendo su juventud y su entusiasmo en sus
manos. Que su intercesión nos obtenga su misma apertura de corazón, la
disponibilidad para decir nuestro «aquí estoy» a la llamada del Señor y
la alegría de ponernos en camino, como ella (cf. Lc 1,39), para
anunciarlo al mundo entero.
Vaticano, 27 de noviembre de 2016
Primer Domingo de Adviento