lunes, 30 de noviembre de 2015

FRANCISCO: Homilía de noviembre 1° de 2015

 HOMILÍA DEL PAPA FRANCISCO
NOVIEMBRE 2015


SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS

Cementerio del Verano, Roma
 Domingo 1° de noviembre de 2015


En el Evangelio habíamos escuchado a Jesús que enseñaba a sus discípulos y a la multitud reunida sobre la colina del lago de Galilea (cfr Mt 5,1-12). La palabra del Señor resucitado y e vivo indica también a nosotros, hoy, el camino para alcanzar la verdadera bienaventuranza, el camino que conduce al Cielo. Es un camino difícil de comprender porque va contra corriente, pero el Señor nos dice que quien va por este camino es feliz, primero o después pero es feliz.
 

«Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos». Podemos preguntarnos ¿cómo puede ser feliz una persona pobre de corazón, cuyo único tesoro es el Reino de los cielos? Pero la razón es propio esta: que teniendo el corazón vacío y libre de tantas cosas mundanas, esta persona está en “espera” del Reino de los Cielos.
 

«Bienaventurados aquellos que lloran, porque serán consolados». ¿Cómo pueden ser felices aquellos que lloran? Es más, quién en la vida no ha probado la tristeza, la angustia, el dolor, no conocerá jamás la fuerza de la consolación. Felices en cambio pueden ser cuantos tienen la capacidad de conmoverse, la capacidad de sentir en el corazón el dolor que hay en sus vidas y en la vida de los otros. ¡Ellos serán felices! Porque la compasiva mano de Dios Padre los consolará y los acariciará.
 

«Bienaventurados los mansos». Y nosotros al contrario, ¡cuántas veces somos impacientes, nerviosos, siempre prontos a lamentarnos! Hacia los demás tenemos tantas pretensiones, pero cuando nos tocan, reaccionamos alzando la voz, como si fuéramos dueños del mundo, mientras en realidad todos somos hijos de Dios. Pensemos sobretodo en aquellas mamás y en aquellos papás que son tan pacientes con sus hijos, que “los hacen impacientarse”. Este es el camino del Señor: el camino de la humidad y de la paciencia. Jesús ha recorrido esta vía: desde pequeño ha soportado la persecución y el exilio; y posteriormente, de adulto, las calumnias, los engaños, las falsas acusaciones en los tribunales; y todo lo ha soportado con humildad. Ha soportado por amor a nosotros incluso la cruz.
   


«Bienaventurados aquellos que tiene hambre y sed de justicia, porque serán saciados». Si, aquellos que tienen un fuerte sentido de la justicia, y no solo hacia los otros, sino ante todo hacia ellos mismos, estos serán saciados, porque están prontos a recibir la justicia más grande, aquella que solo Dios puede dar. Y luego «bienaventurados los misericordiosos, porque encontraran misericordia». Felices aquellos que saben perdonar, que tienen misericordia por los otros, que no juzgan todo ni a todos, sino que se ponen en el lugar de los otros. El perdón es la cosa de lo cual todos tenemos necesidad, ninguno está excluido. Por eso al inicio de la Misa nos reconocemos por aquello que somos, es decir pecadores. Y no es un modo de decir, una formalidad: es un acto de verdad. «Señor, estoy aquí , ten piedad de mi». Y si sabemos dar a los otros el perdón que pedimos para nosotros, somos bienaventurados. Como decimos en el “Padre Nuestro”: «Perdona nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a los que nos ofenden».
 

«Bienaventurados los constructores de paz, porque serán llamados hijos de Dios». Miremos el rostro de aquellos que van por ahí sembrando cizaña: ¿son felices? Aquellos que buscan siempre la ocasión para engañar, para aprovecharse de los otros, ¿son felices? No, no pueden ser felices. En cambio, aquellos que cada día, con paciencia, buscan sembrar la paz, son artesanos de paz, de reconciliación, ellos son bienaventurados, porque son verdaderos hijos de nuestro Padre del Cielo, que siembra siempre y solo paz, al punto que ha mandado al mundo a su Hijo como semilla de paz para la humanidad.
 

Queridos hermanos y hermanas, esta es la vía de la santidad, y la misma via de la felicidad. Es la via que ha recorrido Jesús, es más, es Él mismo esta Via: quien camina con Él y pasa a través de Él entra en la vida, en la vida eterna. Pidamos al Señor la gracia de ser personas simples y humildes, la gracia de saber llorar, la gracia de ser humildes, la gracia de trabajar por la justicia y la paz, y sobre todo la gracia de dejarnos perdonar por Dios para convertirnos en instrumentos de su misericordia.
 

Así han hecho los Santos, que nos han precedido en la patria celestial. Ellos nos acompañan en nuestro peregrinaje terreno, nos animan a ir adelante. Que su intercesión nos ayude a caminar en la vía de Jesús, y obtenga la felicidad eterna para nuestros hermanos y hermanas difuntos, por los cuales ofrecemos esta Misa. 
 

(Traducción del original italiano: )


© Copyright - Libreria Editrice Vaticana

FRANCISCO: Discursos de noviembre 2015 (20, 19, 15 y 7)

DISCURSOS DEL SANTO PADRE FRANCISCO
NOVIEMBRE 2015



A LOS PARTICIPANTES EN UN CONGRESO ORGANIZADO POR LA CONGREGACIÓN PARA EL CLERO;
CON OCASIÓN DEL 50 ANIVERSARIO DE LOS DECRETOS CONCILIARES
"OPTATAM TOTIUS" Y "PRESBYTERORUM ORDINIS"


Palacio Apostólico Vaticano
 Sala Regia
Viernes 20 de noviembre de 2015


Señores cardenales,
queridos hermanos obispos y sacerdotes,
hermanos y hermanas:


Dirijo a cada uno un cordial saludo y expreso un sincero agradecimiento a usted, cardenal Stella, y a la Congregación para el clero, que me invitaron a participar en este congreso, a los cincuenta años de la promulgación de los decretos conciliares Optatam totius y Presbyterorum ordinis.


Os pido disculpas por haber cambiado el primer proyecto, que consistía en que yo vaya a vuestro congreso, pero habéis visto que no había tiempo e incluso aquí llegué con retraso.
No se trata de una «nueva evocación histórica». Estos dos decretos son una semilla, que el Concilio depositó en el campo de la vida de la Iglesia; en el curso de estos cinco decenios han crecido, se convirtieron en una planta frondosa, ciertamente con alguna hoja seca, pero sobre todo con muchas flores y frutos que embellecen a la Iglesia de hoy. Recorriendo el camino realizado, este congreso ha mostrado esos frutos y ha sido una oportuna reflexión eclesial sobre el trabajo que queda por hacer en este ámbito tan vital para la Iglesia. ¡Aún queda trabajo por hacer!
 

Optatam totius y Presbyterorum ordinis fueron recordados juntos, como las dos partes de una única realidad: la formación de los sacerdotes, que distinguimos en inicial y permanente, y que para ellos es una única experiencia de discipulado. No por casualidad, el Papa Benedicto, en enero de 2013 (Motu proprio Ministrorum institutio), dio una forma concreta, jurídica, a esta realidad, atribuyendo también a la Congregación para el clero la competencia sobre los seminarios. De este modo el mismo dicasterio puede comenzar a ocuparse de la vida y del ministerio de los presbíteros desde el momento del ingreso en el seminario, trabajando para que se promuevan y se cuiden las vocaciones, y puedan culminar en la vida de santos sacerdotes. El camino de santidad de un sacerdote comienza en el seminario.


Desde el momento que la vocación al sacerdocio es un don que Dios concede a algunos para el bien de todos, quisiera compartir con vosotros algunas reflexiones, precisamente a partir de la relación entre los sacerdotes y las demás personas, siguiendo el n. 3 de Presbyterorum ordinis, donde se encuentra como un pequeño compendio de teología del sacerdocio, tomado de la Carta a los Hebreos: «Los presbíteros, tomados de entre los hombres y constituidos en favor de los mismos en las cosas que miran a Dios para ofrecer ofrendas y sacrificios por los pecados, moran con los demás hombres como hermanos».
Consideremos estos tres momentos: «tomados de entre los hombres», «constituidos en favor de los hombres», presentes «en medio de los demás hombres».


El sacerdote es un hombre que nace en un determinado contexto humano; allí aprende los primeros valores, asimila la espiritualidad del pueblo, se acostumbra a las relaciones. También los sacerdotes tienen una historia, no son «hongos» que surgen improvisamente en la catedral el día de su ordenación. Es importante que los formadores y los sacerdotes mismos recuerden esto y sepan tener en cuenta esa historia personal a lo largo del camino de la formación. El día de la ordenación digo siempre a los sacerdotes, a los neo-sacerdotes: recordad de dónde habéis sido llamados, del rebaño, no os olvidéis de vuestra madre y de vuestra abuela. Esto lo decía Pablo a Timoteo, y lo digo también yo hoy. Esto quiere decir que no se puede ser sacerdote creyendo que uno fue formado en un laboratorio, no; comienza en la familia con la «tradición» de la fe y con toda la experiencia de la familia. Es necesario que la misma sea personalizada, porque es la persona concreta la que está llamada al discipulado y al sacerdocio, teniendo en cuenta en cada caso que sólo Cristo es el Maestro a quien se sigue y se imita.


Me gusta recordar en este contexto ese fundamental «centro de pastoral vocacional» que es la familia, iglesia doméstica y primer y fundamental lugar de formación humana, donde puede germinar en los jóvenes el deseo de una vida concebida como camino vocacional, que se ha de recorrer con compromiso y generosidad.


En la familia y en todos los demás contextos comunitarios —escuela, parroquia, asociaciones, grupos de amigos— aprendemos a estar en relación con personas concretas, nos dejamos modelar por la relación con ellos, y llegamos a ser lo que somos también gracias a ellos.


Un buen sacerdote, por lo tanto, es ante todo un hombre con su propia humanidad, que conoce la propia historia, con sus riquezas y sus heridas, y que ha aprendido a hacer las paces con ella, alcanzando la serenidad profunda, propia de un discípulo del Señor. La formación humana, por lo tanto, es una necesidad para los sacerdotes, para que aprendan a no dejarse dominar por sus límites, sino más bien a fructificar sus talentos.


Si un sacerdote es un hombre pacificado sabrá difundir serenidad a su alrededor, incluso en los momentos difíciles, transmitiendo la belleza de la relación con el Señor. No es normal en cambio que un sacerdote esté con frecuencia triste, nervioso o con mal carácter; no está bien y no hace bien, ni al sacerdote ni a su pueblo. Pero si tú tienes una enfermedad, si eres neurótico, debes ir al médico. Al médico espiritual y al médico clínico: te darán pastillas que te harán bien, los dos. Pero, por favor, que los fieles no paguen la neurosis de los sacerdotes. No tratar mal a los fieles; cercanía de corazón con ellos.


Nosotros sacerdotes somos apóstoles de la alegría, anunciamos el Evangelio, es decir la «buena noticia» por excelencia; no somos ciertamente nosotros quienes damos la fuerza al Evangelio —algunos lo piensan—, pero podemos favorecer o crear dificultad en el encuentro entre el Evangelio y las personas. Nuestra humanidad es la «vasija de barro» en la que custodiamos el tesoro de Dios, una vasija que debemos cuidar para transmitir bien su precioso contenido.


Un sacerdote no puede perder sus raíces, sigue siendo siempre un hombre del pueblo y de la cultura que lo han engendrado; nuestras raíces nos ayudan a recordar quiénes somos y de dónde nos ha llamado Cristo. Nosotros sacerdotes no caemos desde lo alto, sino que somos llamados, llamados por Dios, que nos toma de «entre los hombres», para constituirnos «en favor de los hombres». Me permito una anécdota. En la diócesis, hace años... No en la diócesis, no, en la Compañía había un buen sacerdote, bueno, joven, dos años de sacerdocio. Y entró en un período de crisis, habló con el padre espiritual, con sus superiores, con los médicos y dijo: «Me marcho, no puedo más, me marcho». Y pensando en estas cosas —yo conocía a su madre, gente humilde— le dije: «¿Por qué no vas a ver a tu madre y hablas de esto?». Y fue, pasó todo el día con su mamá y volvió cambiado. La mamá le dio dos «bofetadas» espirituales, le dijo tres o cuatro verdades, lo puso en su lugar, y siguió adelante. ¿Por qué? Porque fue a la raíz. Por ello es importante no borrar la raíz de la que procedemos. En el seminario debes hacer la oración mental... Sí, cierto, esto se debe hacer, aprender... Pero ante todo reza como te enseñó tu mamá, y luego sigues adelante. Pero siempre la raíz está allí, la raíz de la familia, como aprendiste a rezar siendo niño, incluso con las mismas palabras, comienza a rezar así. Y así irás adelante con la oración.
He aquí el segundo pasaje: «en favor de los hombres».


En esto hay un punto fundamental de la vida y del ministerio de los presbíteros. Respondiendo a la vocación de Dios, se llega a ser sacerdote para servir a los hermanos y a las hermanas. Las imágenes de Cristo que tomamos como referencia para el ministerio de los sacerdotes son claras: Él es el «Sumo Sacerdote», del mismo modo cercano a Dios y cercano a los hombres; es el «Siervo», que lava los pies y se hace cercano a los más débiles; es el «Buen Pastor», que siempre tiene como objetivo la atención del rebaño.


Son las tres imágenes que debemos contemplar, pensando en el ministerio de los sacerdotes, enviados a servir a los hombres, a hacerles llegar la misericordia de Dios, a anunciar su Palabra de vida. No somos sacerdotes para nosotros mismos y nuestra santificación está estrechamente relacionada con la de nuestro pueblo, nuestra unción a su unción: tú eres ungido para tu pueblo. Saber y recordar que fuimos «constituidos para el pueblo» —pueblo santo, pueblo de Dios—, ayuda a los sacerdotes a no pensar en sí mismo, a ser autoridad y no autoritarios, firmes pero no duros, alegres pero no superficiales, en definitiva, pastores, no funcionarios. Hoy, en ambas lecturas de la misa se ve claramente la capacidad que tiene el pueblo de alegrarse, cuando se restaura y se purifica el templo, y en cambio la incapacidad de alegrarse que tienen los jefes de los sacerdotes y los escribas ante la expulsión de los mercaderes del templo por parte de Jesús. Un sacerdote debe aprender a alegrarse, nunca debe perder la capacidad de ser alegre: si la pierde hay algo que no está bien. Y os digo sinceramente, tengo miedo a las rigideces, tengo miedo. Los sacerdotes rígidos... ¡Lejos! ¡Te muerden! Y viene a mi mente la expresión de san Ambrosio, del siglo IV: «Donde hay misericordia está el espíritu del Señor, donde hay rigidez están sólo sus ministros». El ministro sin el Señor se hace rígido, y esto es un peligro para el pueblo de Dios. Pastores, no funcionarios.


El pueblo de Dios y la humanidad toda son destinatarios de la misión de los sacerdotes, a la cual tiende toda la obra de la formación. La formación humana, intelectual y espiritual confluyen naturalmente en la formación pastoral, a la que aportan instrumentos, virtudes y disposiciones personales. Cuando todo esto se armoniza y se une a un genuino celo misionero, a lo largo del camino de toda la vida, el sacerdote puede realizar la misión que Cristo le confió a su Iglesia.


Por último, lo que nació del pueblo, con el pueblo debe permanecer; el sacerdote está siempre «en medio de los demás hombres», no es un profesional de la pastoral o de la evangelización, que llega y hace lo que debe —tal vez lo haga bien, pero como si fuese una profesión— y luego se marcha para vivir una vida aparte. El sacerdote está para estar en medio a la gente: la cercanía. Y me permito, hermanos obispos, también nuestra cercanía de obispos a nuestros sacerdotes. ¡Esto es también para nosotros! Cuántas veces escuchamos lamentos de los sacerdotes: «Bah, llamé al obispo porque tengo un problema... El secretario, la secretaria, me dijo que está muy ocupado, que ha salido, que no puede recibirme antes de tres meses...». Dos cosas. La primera: Un obispo siempre está ocupado, gracias a Dios, pero si tú obispo recibes una llamada de un sacerdote y no puedes recibirlo porque tienes mucho trabajo, al menos toma el teléfono, llámalo y dile: «¿Es urgente? ¿No es urgente? ¿Cuándo, vienes ese día...», así se siente cercano. Hay obispos que parecen alejarse de los sacerdotes... Cercanía, al menos una llamada telefónica. Esto es amor de padre, fraternidad. Y otra cosa. «No, tengo una conferencia en tal ciudad y luego debo hacer un viaje a América, y después...». Pero, escucha, el decreto de residencia de Trento aún está vigente. Y si tú no te ves capaz de permanecer en la diócesis, renuncia, y da vueltas por el mundo haciendo otro apostolado muy bueno. Pero si tú eres obispo de esa diócesis, residencia. Estas dos cosas, cercanía y residencia. Esto es para nosotros obispos. El sacerdote es tal para estar en medio de la gente.


El bien que los sacerdotes pueden hacer nace sobre todo de su cercanía y de un tierno amor a las personas. No son filántropos o funcionarios, los sacerdotes son padres y hermanos. La paternidad de un sacerdote hace mucho bien.


Cercanía, entrañas de misericordia, mirada amorosa: hacer experimentar la belleza de una 
vida vivida según el Evangelio y el amor de Dios que se hace concreto también a través de sus ministros. Dios que nunca rechaza. Y aquí pienso en el confesionario. Siempre se pueden encontrar caminos para dar la absolución. Acoger bien. Pero algunas veces no se puede absolver. Hay sacerdotes que dicen: «No, de esto no te puedo absolver, márchate». Este no es el camino. Si no puedes dar la absolución, explica diciendo: «Dios te ama inmensamente, Dios te quiere mucho. Para llegar a Dios hay muchos caminos. Yo no te puedo dar la absolución, te doy la bendición. Pero vuelve, vuelve siempre aquí, así cada vez que vuelvas te daré la bendición como signo de que Dios te ama». Y ese hombre o esa mujer se marcha lleno de alegría porque ha encontrado el icono del Padre, que no rechaza nunca; de una forma o de otra lo abrazó.


Un buen examen de conciencia para un sacerdote es también esto: si el Señor volviese hoy, ¿dónde me encontraría? «Donde está tu tesoro, allí estará también tu corazón» (Mt 6, 21). Y mi corazón, ¿dónde está? ¿En medio a la gente, rezando con y por la gente, rodeado de sus alegrías y sufrimientos, o más bien en medio de las cosas del mundo, de los negocios terrenos, de mis «espacios» privados? Un sacerdote no puede tener un espacio privado, porque está siempre o con el Señor o con el pueblo. Pienso en los sacerdotes que he conocido en mi ciudad, cuando no había secretaría telefónica y dormían con el teléfono en la mesa de noche, a cualquier hora que llamase la gente, ellos se levantaban a dar la unción: nadie moría sin los sacramentos. Ni siquiera en el descanso tenían un espacio de privacidad. Esto es celo apostólico. La respuesta a esta pregunta: ¿dónde está mi corazón?, puede ayudar a cada sacerdote a orientar su vida y su ministerio hacia el Señor.


El Concilio ha dejado a la Iglesia «perlas preciosas». Como el comerciante del Evangelio de Mateo (13, 45), hoy vamos en busca de ellas, para encontrar nuevo impulso y nuevos instrumentos para la misión que el Señor nos confía.


Una cosa que quisiera añadir al texto —¡disculpadme!— es el discernimiento vocacional, la admisión en el seminario. Buscar la salud de ese joven, salud espiritual, salud material, física, psíquica. En una ocasión, apenas nombrado maestro de novicios, en el año ’72, fui a llevar a la psicóloga los resultados del test de personalidad, un test sencillo que se hacía como uno de los elementos del discernimiento. Era una buena mujer, y también una buena médica. Me decía: «Este tiene este problema pero puede continuar si sigue así...». Era también una buena cristiana, pero en algunos casos inflexible: «Este no puede». —«Pero doctora, es muy bueno este muchacho». —«Ahora es bueno, pero debe saber que hay jóvenes que saben inconscientemente, no son conscientes de ello, pero perciben inconscientemente el hecho de estar psíquicamente enfermos y buscan para su vida estructuras fuertes que los defiendan, y poder así seguir adelante. Y marchan bien, hasta el momento en que se sienten bien establecidos y allí comienzan los problemas». —«Me parece un poco raro...». Y la respuesta no la olvido nunca, la misma del Señor a Ezequiel: «Padre, ¿usted no ha pensado por qué hay tantos policías torturadores? Entran jóvenes, parecen sanos pero cuando se sienten seguros, comienza a manifestarse la enfermedad. Esas son las instituciones fuertes que buscan estos enfermos inconscientes: la policía, el ejército, el clero... Y luego muchas enfermedades que van surgiendo y que todos nosotros conocemos». Es curioso. Cuando me doy cuenta de que un joven es demasiado rígido, es demasiado fundamentalista, no me da confianza; detrás hay algo que él mismo no sabe. Pero cuando se siente seguro... Ezequiel 16, no recuerdo el versículo, pero es cuando el Señor dice a su pueblo todo lo que ha hecho por él: le salió al encuentro al nacer, luego lo vistió, contrajo matrimonio... «Y más tarde, cuando te has sentido segura, te has prostituido». Es una regla, una regla de vida. Ojos abiertos sobre la misión en los seminarios. Ojos abiertos.


Confío en que el fruto de los trabajos de este congreso —con tantos relatores autorizados, provenientes de regiones y culturas diversas— se podrá ofrecer a la Iglesia como útil actualización de las enseñanzas del Concilio, dando una aportación a la formación de los sacerdotes, los que están y los que el Señor querrá donarnos, para que, configurados cada vez más con Él, sean buenos sacerdotes según el corazón del Señor, no funcionarios. Y gracias por la paciencia.
 

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A LOS PARTICIPANTES EN LA XXX CONFERENCIA INTERNACIONAL
ORGANIZADA POR EL CONSEJO PONTIFICIO PARA LOS AGENTES SANITARIOS
(PARA LA PASTORAL DE LA SALUD)

Palacio Apostólico Vaticano
Sala Regia
Jueves 19 de noviembre de 2015


Queridos hermanos y hermanas:


¡Gracias por vuestra acogida! Agradezco a monseñor Zygmunt Zimowski el amable saludo que me ha dirigido en nombre también de todos los presentes, y doy mi cordial bienvenida a vosotros, organizadores y participantes en esta trigésima Conferencia internacional dedicada a «La cultura de la salus y de la acogida al servicio del hombre y del planeta». Un afectuoso gracias a todos los colaboradores del dicasterio.


Múltiples son las cuestiones que se tratarán en esta cita anual, que señala los treinta años de actividad del Consejo pontificio para la pastoral de la salud y que coincide también con el vigésimo aniversario de la publicación de la carta encíclica Evangelium vitae de san Juan Pablo II.


Precisamente el respeto por el valor de la vida, y, aún más, el amor a ella, encuentra una realización insustituible en hacerse prójimo, acercarse, hacerse cargo de quien sufre en el cuerpo y en el espíritu: son todas acciones que caracterizan la pastoral de la salud. Acciones y, antes aún, actitudes que la Iglesia pondrá especialmente de relieve durante el Jubileo de la misericordia, que nos llama a todos a estar cerca de los hermanos y las hermanas que más sufren. En la Evangelium vitae podemos encontrar los elementos constitutivos de la «cultura de la salus»: es decir acogida, compasión, comprensión y perdón. Son las actitudes habituales de Jesús hacia la multitud de personas necesitadas que se le acercaban cada día: enfermos de todos los tipos, pecadores públicos, endemoniados, marginados, pobres y extranjeros... Y, curiosamente, en nuestra actual cultura del descarte ellos son rechazados, son dejados de lado. No cuentan. Es curioso... ¿Qué quiere decir esto? Que la cultura del descarte no es de Jesús. No es cristiana.


Tales actitudes son las que la encíclica llama «exigencias positivas» del mandamiento sobre el carácter inviolable de la vida, que con Jesús se manifiestan en toda su amplitud y profundidad, y que aún hoy pueden, es más, deben caracterizar la pastoral de la salud: las mismas «van desde cuidar la vida del hermano (familiar, perteneciente al mismo pueblo, extranjero que vive en la tierra de Israel), a hacerse cargo del forastero, hasta amar al enemigo» (n. 41).


Esta cercanía al otro —cercanía de verdad, no fingida— hasta llegar a sentirlo como alguien que me pertenece —también el enemigo me pertenece como hermano— supera toda barrera de nacionalidad, de clase social, de religión..., como nos enseña el «buen samaritano» de la parábola evangélica. Supera también esa cultura en sentido negativo según la cual, tanto en los países ricos como en los países pobres, los seres humanos son aceptados o rechazados según criterios utilitaristas, en especial de utilidad social o económica. Esta mentalidad es pariente de la así llamada «medicina de los deseos»: una costumbre cada vez más difundida en los países ricos, caracterizada por la búsqueda a cualquier precio de la perfección física, con la ilusión de la eterna juventud; una costumbre que induce precisamente a descartar o marginar a quien no es «eficiente», a quien es considerado como un peso, una molestia, o que sencillamente es feo.


Igualmente, el «hacerse prójimo» —como recordaba en mi reciente encíclica Laudato si’— conlleva también asumir responsabilidades impostergables hacia la creación y la «casa común», que pertenece a todos y cuyo cuidado está confiado a todos, también para las generaciones que vendrán.


La preocupación manifestada por la Iglesia, en efecto, es por la suerte de la familia humana y de toda la creación. Se trata de educarnos todos en «custodiar» y «administrar» la creación en su conjunto, como don entregado a la responsabilidad de cada generación para que la vuelva a entregar más íntegra y humanamente habitable a las generaciones venideras. Esta conversión del corazón al «Evangelio de la creación» comporta que hagamos nuestra parte y seamos intérpretes del grito por la dignidad humana, que se eleva sobre todo desde los más pobres y excluidos, como lo son muchas veces las personas enfermas y las que sufren. Que en el ya inminente Jubileo de la misericordia, este grito pueda encontrar un eco sincero en nuestro corazón, para que también en la práctica de las obras de misericordia, corporales y espirituales, según las diversas responsabilidades confiadas a cada uno, podamos acoger el don de la gracia de Dios, mientras que nosotros mismos nos convertimos en «canales» y testigos de la misericordia.


Deseo que en estas jornadas de profundización y debate, en las que consideráis también el factor ambiental en sus aspectos mayormente vinculados a la salud física, psíquica, espiritual y social de la persona, podáis contribuir a un nuevo desarrollo de la cultura de la salus, considerada también en sentido integral. Os aliento, en esta perspectiva, a tener siempre presente, en vuestros trabajos, la realidad de las poblaciones que sufren en mayor medida los daños provocados por la degradación ambiental, daños graves y a menudo permanentes a la salud. Y al hablar de estos daños que vienen de la degradación ambiental, es una sorpresa para mí encontrar —cuando voy a la audiencia de los miércoles o cuando voy a las parroquias— tantos enfermos, sobre todo niños... Me dicen los padres: «Tiene una enfermedad rara. No saben lo que es». Estas enfermedades raras son consecuencia de la enfermedad que nosotros provocamos en el ambiente. ¡Y esto es grave!
Pidamos a María santísima, Salud de los enfermos, que acompañe los trabajos de esta Conferencia vuestra. A ella encomendamos el compromiso que, cotidianamente, las diversas figuras profesionales del mundo de la salud desempeñan en favor de los que sufren. Os bendigo de corazón a todos vosotros, a vuestras familias, a vuestras comunidades, así como a quienes encontráis en los hospitales y clínicas. Rezo por vosotros; y vosotros, por favor, rezad por mí. ¡Gracias!
 

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VISITA A LA IGLESIA EVANGÉLICA Y LUTERANA DE ROMA

Domingo 15 de noviembre de 2015


El Papa FRANCISCO responde de forma espontánea a las preguntas de tres miembros de la comunidad evangélica luterana de Roma.


El pequeño Julius, de nueve años, preguntó: «¿Qué te gusta más de ser Papa?».

La respuesta es sencilla. Lo que me gusta... Si yo te pregunto qué comida te gusta más, tú me dirás la tarta, lo dulce. ¿O no? Pero hay que comer todo. La que me gusta, sinceramente, es ser párroco, ser pastor. No me gustan los trabajos de oficina. No me gustan esos trabajos. No me gusta hacer entrevistas de protocolo —esta no es protocolar, ¡es familiar!—, pero tengo que hacerlo. Por ello, ¿qué es lo que más me gusta? Ser párroco. Y en otra época, mientras era rector de la facultad de teología, era párroco de la parroquia que estaba al lado de la facultad. ¿Sabes? Me gustaba enseñar el catecismo a los niños y el domingo celebrar la misa con los niños. Había más o menos 250 niños, era difícil que todos estuviesen en silencio, era difícil. El diálogo con los niños... Eso me gusta. Tú eres un muchacho y tal vez me comprendas. Vosotros sois concretos, no hacéis preguntas sin fundamento, teóricas: «¿Por qué esto es así? ¿Por qué?...». Es esto, me gusta ser párroco y, siendo párroco, lo que más me gusta es estar con los niños, hablar con ellos. Se aprende mucho. Me gusta ser Papa con estilo de párroco. El servicio. Me gusta, en el sentido de que me siento bien, cuando visito a los enfermos, cuando hablo con las personas que están un poco desesperadas, tristes. Me gusta mucho ir a la cárcel, pero no que me detengan en la prisión. Porque al hablar con los detenidos... cada vez que entro en una cárcel —tú tal vez comprenderás lo que te diré—, me pregunto a mí mismo: «¿Por qué ellos y yo no?». Y allí percibo la salvación de Jesucristo, el amor de Jesucristo por mí. Porque es Él quien me salvó. Yo no soy menos pecador que ellos, pero el Señor me tomó de la mano. También esto percibo. Y cuando voy a la cárcel soy feliz. Ser Papa es ser obispo, ser párroco, ser pastor. Si un Papa no se comporta como obispo, si un Papa no se comporta como párroco, no es pastor, será una persona muy inteligente, muy importante, tendrá mucha influencia en la sociedad, pero pienso —¡pienso!— que en su corazón no es feliz. No sé si respondí a lo que querías saber.


Anke de Bernardinis, casada con un católico romano, expresó su dolor por «no poder participar juntos en la Cena del Señor», y preguntó: «¿Qué podemos hacer para alcanzar, finalmente, la comunión en este punto?».

Gracias, señora. La pregunta sobre el hecho de compartir la Cena del Señor para mí no es fácil responderla, sobre todo ante a un teólogo como el cardenal Kasper. ¡Me da miedo! Pienso que el Señor cuando nos dio este mandato nos dijo: «Haced esto en memoria mía». Y cuando compartimos la Cena del Señor, recordamos e imitamos, hacemos lo mismo que hizo el Señor Jesús. Sí que habrá una Cena del Señor, habrá un banquete final en la Nueva Jerusalén, pero será lo último. En cambio en el camino me pregunto —y no sé cómo responder, pero su pregunta la hago mía—: compartir la Cena del Señor, ¿es el final de un camino o es el viático para caminar juntos? Dejo la pregunta a los teólogos, a los que entienden. Es verdad que en cierto sentido compartir es afirmar que no existen diferencias entre nosotros, que tenemos una misma doctrina —destaco la palabra, palabra difícil de comprender—, pero me pregunto: ¿no tenemos el mismo Bautismo? Y si tenemos el mismo Bautismo debemos caminar juntos. Usted es testigo de un camino incluso profundo porque es un camino conyugal, un camino precisamente de familia, de amor humano y de fe compartida. Tenemos el mismo Bautismo. Cuando usted se siente pecadora —también yo me siento muy pecador—, cuando su marido se siente pecador, usted va ante el Señor y pide perdón; su marido hace lo mismo y va al sacerdote y pide la absolución. Son remedios para mantener vivo el Bautismo. Cuando vosotros rezáis juntos, el Bautismo crece, se hace fuerte; cuando vosotros enseñáis a vuestros hijos quién es Jesús, para qué vino Jesús, qué hizo por nosotros Jesús, hacéis lo mismo, tanto en lengua luterana como en lengua católica, pero es lo mismo. La pregunta: ¿y la Cena? Hay preguntas a las que sólo si uno es sincero consigo mismo y con las pocas «luces» teológicas que tengo, se debe responder lo mismo, vedlo vosotros. «Este es mi Cuerpo, esta es mi Sangre», dijo el Señor, «haced esto en memoria mía»; es un viático que nos ayuda a caminar. He tenido una gran amistad con un obispo episcopaliano, de cuarenta y ocho años, casado, con dos hijos, y él tenía esta inquietud: la esposa católica, los hijos católicos, él obispo. Él acompañaba los domingos a su esposa y a sus hijos a misa y luego iba al culto con su comunidad. Era un paso en la participación en la Cena del Señor. Y él siguió adelante, era un hombre justo, y el Señor lo llamó. A su pregunta le respondo sólo con una pregunta: ¿cómo puedo hacer con mi marido, para que la Cena del Señor me acompañe en mi camino? Es una cuestión a la cual cada uno debe responder. Pero me decía un pastor amigo: «Nosotros creemos que el Señor está allí presente. Está presente. Vosotros creéis que el Señor está presente. ¿Cuál es la diferencia?» —«Eh, son las explicaciones, las interpretaciones...». La vida es más grande que las explicaciones e interpretaciones. Haced siempre referencia al Bautismo: «Una fe, un bautismo, un Señor», así nos dice Pablo, y de allí sacad las consecuencias. No me atrevería nunca a dar permiso para hacer esto porque no es mi competencia. Un Bautismo, un Señor, una fe. Hablad con el Señor y seguid adelante. No me atrevo decir más.
Luego, Gertrud Wiedmer, suiza, tesorera de la comunidad, describió al Papa un proyecto de ayuda para los refugiados y preguntó: «¿Qué podemos hacer, como cristianos, para que las personas no se resignen o no levanten nuevos muros?».


Usted, al ser suiza, al ser la tesorera, tiene todo el poder en sus manos. Un servicio... La miseria... Usted dijo esta palabra: la miseria. Me surge decir dos cosas. La primera, los muros. El hombre, desde el primer momento —si leemos las Escrituras— es un gran constructor de muros, que separan de Dios. En las primeras páginas del Génesis vemos esto. Y hay una fantasía detrás de los muros humanos, la fantasía de llegar a ser como Dios. Para mí, el mito, por decirlo con palabras técnicas, o la narración de la Torre de Babel, es precisamente la actitud del hombre y de la mujer que construyen muros, porque construir un muro es decir: «Nosotros somos potentes, vosotros fuera». Pero en este «nosotros somos potentes y vosotros fuera» está la soberbia del poder y la actitud propuesta en las primeras páginas del Génesis: «Seréis como Dios» (cf. Gn 3, 5). Hacer un muro es para excluir, va en esta línea. La tentación: «Si coméis de este fruto, seréis como Dios». A propósito de la Torre de Babel —esto tal vez ya lo habéis escuchado, porque lo repito, pero es tan «plástico»— hay un midrash escrito por un rabino judío en el año 1200 más o menos, en el tiempo de Tomás de Aquino, de Maimónides, más o menos en esa época, que explicaba a los suyos en la Sinagoga la construcción de la Torre de Babel, donde el poder del hombre se hacía sentir. Era muy difícil, muy costoso, porque se tenía que hacer el barro y no siempre el agua estaba cerca, había que buscar la paja, hacer la mezcla, luego cortarlos, dejarlos secar, dejarlos reposar y cocinarlos en el horno, y al final salían y los obreros los llevaban... Si se caía uno de estos ladrillos se convertía en una catástrofe, porque eran un tesoro, eran costosos, costaban. Si se caía un obrero, en cambio, no pasaba nada. El muro siempre excluye, prefiere el poder —en este caso el poder del dinero porque el ladrillo era costoso, o la torre que quería llegar hasta el cielo—, y así siempre excluye a la humanidad. El muro es el monumento a la exclusión. También nosotros, en nuestra vida interior, cuántas veces las riquezas, la vanidad y el orgullo se convierten en un muro ante el Señor, nos alejan del Señor. Construir muros. Para mí, la palabra que me surge ahora, un poco espontánea, es la palabra de Jesús: ¿cómo hacer para no construir muros? Servicio. Haced la parte del último, que lava los pies. Él te dio el ejemplo. Servicio a los demás, servicio a los hermanos, a las hermanas, servicio a los más necesitados. Con esta obra de ayuda a 80 madres jóvenes, vosotros no levantáis muros, prestáis un servicio. El egoísmo humano quiere defenderse, defender el propio poder, el propio egoísmo, pero en ese acto de defensa se aleja de la fuente de riqueza. Los muros, al final, son como un suicidio, te cierran. Es algo feo tener el corazón cerrado. Y hoy lo vemos, el drama... Mi hermano pastor hoy al hablar de París, habló de corazones cerrados. También el nombre de Dios se usa para cerrar los corazones. Usted me pedía: «Tratemos de ser una ayuda a la miseria, pero sepamos también que las posibilidades tienen un final. ¿Qué podemos hacer como cristianos para que las personas no se resignen o no levanten nuevos muros?». Hablar claro, rezar —porque la oración es potente— y servir. Y servir. Un día, a la Madre Teresa de Calcuta le hicieron esta pregunta: «Todo este esfuerzo que usted realiza sólo para hacer morir con dignidad a esta gente que está a tres o cuatro días de la muerte, ¿qué es?». Es una gota de agua en el mar, pero después de esto el mar ya no es lo mismo. Y, siempre con el servicio, los muros caerán solos; pero nuestro egoísmo, nuestro deseo de poder busca siempre construir muros. No lo sé, esto se ocurre decir. ¡Gracias!



Homilía del Santo Padre


Jesús, durante su vida, hizo muchas elecciones. Esta que hoy hemos escuchado será la última elección. Jesús hizo muchas elecciones: los primeros discípulos, los enfermos que curaba, la multitud que lo seguía... —lo seguía para escuchar porque hablaba como alguien que tiene autoridad, no como sus doctores de la ley que se pavoneaban; pero podemos leer quien era esta gente dos capítulos antes, en el capítulo 23 de Mateo; no, en Él veían autenticidad; y esa gente lo seguía. Jesús hacía con amor las elecciones y también las correcciones. Cuando los discípulos se equivocaban en los métodos: «¿Hacemos que descienda fuego desde el cielo?...». –«Pero vosotros no sabéis cuál es vuestro espíritu». O cuando la madre de Santiago y Juan fue a pedir al Señor: «Señor, te quiero pedir un favor, que mis dos hijos, en el momento de tu Reino, uno esté a la derecha y el otro a la izquierda...». Y Él corregía estas cosas: siempre guiaba, acompañaba. Y también después de la Resurrección causa mucha ternura ver cómo Jesús elige los momentos, elige a las personas, no asusta. Pensemos en el camino hacia Emaús, cómo los acompaña [a los dos discípulos]. Ellos tenían que ir a Jerusalén, pero habían escapado de Jerusalén por miedo, y Él va con ellos, los acompaña. Y luego se reveló a ellos, hizo que lo reconociesen. Es una opción de Jesús. Y luego la gran opción que a mí siempre me emociona, cuando prepara la boda del hijo y dice: «Id al cruce de los caminos y traed aquí a los ciegos, los sordos, los cojos...». ¡Buenos y malos! Jesús siempre elige. Y luego la elección de la oveja perdida. No hace un cálculo financiero: «Tengo 99, y pierdo una de ellas...». No. La última opción será la opción definitiva. Y, ¿cuáles serán las preguntas que el Señor nos hará ese día: «¿Has ido a misa? ¿Has hecho una buena catequesis?». No, las preguntas serán acerca de los pobres, porque la pobreza está en el centro del Evangelio. Él siendo rico se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza. Él no considera un privilegio ser como Dios, sino que se abajó, se humilló hasta el final, hasta la muerte de Cruz (cf. Flp 2, 6-8). Es la opción del servicio. ¿Jesús es Dios? Es verdad. ¿Es el Señor? Es verdad. Pero es el servidor, y la elección la hará a partir de ello. Tú, ¿has usado tu vida para ti o para servir? ¿Para defenderte de los demás con muros o para acogerlos con amor? Y esta será la última opción de Jesús. Esta página del Evangelio nos dice mucho acerca del Señor. Y puedo preguntarme: nosotros, luteranos y católicos, ¿de qué parte estaremos, a la derecha o la izquierda? Y hubo tiempos feos entre nosotros... Pensemos en las persecuciones entre nosotros, con el mismo Bautismo. Pensemos en los muchos que fueron quemados vivos. 
Debemos pedirnos perdón por esto, por el escándalo de la división, porque todos, luteranos y católicos, estamos en esta elección, no en otras opciones, en esta opción, la elección del servicio como Él nos indicó siendo siervo, el siervo del Señor.


A mi me gusta, para acabar, cuando veo al Señor siervo que sirve, me gusta pedirle que Él sea el servidor de la unidad, que nos ayude a caminar juntos. Hoy hemos rezado juntos. Rezar juntos, trabajar juntos por los pobres, por los necesitados; querernos, con verdadero amor de hermanos. «Pero, padre, somos distintos, porque nuestros libros dogmáticos dicen una cosa y los vuestros dicen otra». Pero uno de vuestros grandes [un exponente] dijo una vez que existe la hora de la diversidad reconciliada. Pidamos hoy esta gracia, la gracia de esta diversidad reconciliada en el Señor, es decir en el Siervo de Yahvé, de ese Dios que vino entre nosotros para servir y no para ser servido.
Os agradezco mucho esta hospitalidad fraterna. Gracias.


L’Osservatore Romano, ed. sem. en lengua española, n. 47, viernes 20 de noviembre de 2015

 
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AL PERSONAL DEL INSTITUTO NACIONAL ITALIANO 
DE LA SEGURIDAD SOCIAL (INPS)

Sábado 7 de noviembre de 2015


Queridos hermanos y hermanas:


Con viva cordialidad dirijo mi saludo a vosotros, empleados y dirigentes del Instituto nacional italiano de la seguridad social, reunidos aquí en audiencia por primera vez en la historia secular del ente. ¡Muchas gracias! Gracias por vuestra presencia —¡de verdad que sois muchos!— y gracias a vuestro presidente por sus gentiles palabras.


Vosotros honráis, de varias formas, la delicada tarea de tutelar algunos derechos ligados al ejercicio del trabajo; derechos basados en la misma naturaleza de la persona humana y su trascendental dignidad. De manera especial, se os ha confiado la que quisiera definir como la custodia del derecho al descanso. Me refiero no solamente al descanso que es sostenido y legitimado por una amplia serie de prestaciones sociales (del día de reposo semanal a las vacaciones, a las que todo trabajador tiene derecho: cf. Juan Pablo II, carta enc. Laborem exercens, 19), sino también y sobre todo a una dimensión del ser humano que no carece de raíces espirituales y de la que también vosotros, en lo que os compete, sois responsables.
Dios llamó al hombre al descanso (cf. Ex 34, 21; Dt 5, 12.15) y Él mismo quiso ser partícipe de este el séptimo día (cf. Ex 31, 17; Gn 2, 2). Por lo tanto el descanso, en el lenguaje de la fe, es al mismo tiempo dimensión humana y divina. Pero con una prerrogativa única: la de no ser una simple abstención del esfuerzo y del compromiso ordinario, sino una ocasión para vivir plenamente la propia «creaturalidad», elevada a la dignidad filial por Dios mismo. 
La exigencia de «santificar» el descanso (cf. Ex 20, 8) —que se repite semanalmente el domingo— se une a la de de un tiempo que permita ocuparse de la vida familiar, cultural, social y religiosa (cf. Conc. Ecum. Vat. II, const. past. Gaudium et spes, 67).


Del justo descanso de los hijos de Dios, también vosotros sois en cierto sentido colaboradores. En la multiplicidad de servicios que prestáis a la sociedad, tanto en términos asistenciales cuanto de seguridad social, vosotros contribuís a poner las bases para que el descanso pueda ser vivido como una dimensión auténticamente humana, y por ello abierta a la posibilidad de un nuevo encuentro con Dios y con los demás.


Esto, que es un honor, se convierte al mismo tiempo en una responsabilidad. De hecho, estáis llamados a enfrentar desafíos cada vez más complejos. Estos provienen tanto de la sociedad actual, con la criticidad de sus equilibrios y la fragilidad de sus relaciones, como del mundo del trabajo, flagelado por la insuficiencia ocupacional y la precariedad de las garantías que logra ofrecer. Y si se vive así, ¿cómo se puede descansar? El descanso es el derecho que todos tenemos cuando tenemos trabajo; pero si la situación de desempleo, injusticia social, trabajo en negro y precariedad en el trabajo es tan fuerte, ¿cómo puedo descansar? ¿Qué decimos? Podemos decir —¡es vergonzoso!—: «Ah, ¿tú quieres trabajar?» —«Sí». —«Estupendo. Lleguemos a un acuerdo: tú comienzas a trabajar en septiembre, pero hasta julio, y después julio, agosto y parte de septiembre, no comes, no descansas…». ¡Esto sucede hoy! Pasa hoy en todo el mundo y aquí; ¡pasa hoy en Roma también! Descanso porque hay trabajo. De lo contrario, no se puede descansar.


Hasta hace poco era común asociar la meta de la jubilación con llegar a la llamada tercera edad, para gozar del merecido descanso y ofrecer sabiduría y consejos a las nuevas generaciones. La época contemporánea ha cambiado significativamente este ritmo. Por un lado, la eventualidad del descanso ha sido anticipada, a veces diluida en el tiempo, a veces renegociada hasta extremos aberrantes, como el que llega a desnaturalizar la hipótesis misma de un cese laboral. Por otra parte, no han disminuido las exigencias asistenciales, tanto para quien ha perdido o no ha tenido nunca un trabajo, como para quien se ha visto obligado a interrumpirlo por diferentes motivos. Tú interrumpes el trabajo y la asistencia sanitaria cae…


Vuestra difícil tarea es contribuir para que no falten los subsidios indispensables para la subsistencia de los trabajadores desempleados y sus familias. Que no falte entre vuestras prioridades una atención privilegiada al trabajo femenino, ni mucho menos a la asistencia a la maternidad que debe siempre tutelar la vida que nace y a quien la sirve cotidianamente. Tutelad a las mujeres, ¡el trabajo de las mujeres! Que no falte nunca la seguridad social para la ancianidad, la enfermedad, los accidentes de trabajo. Que no falte el derecho a la jubilación, y subrayo: el derecho —¡la pensión es un derecho!— porque de esto se trata. Sed conscientes de la altísima dignidad de cada trabajador, al cual prestáis servicio con vuestra obra. Sosteniendo el ingreso durante y después del periodo laboral, contribuís a la cualidad de su compromiso como inversión para una vida a la medida del hombre.


Trabajar, por lo demás, quiere decir prolongar la obra de Dios en la historia, contribuyendo a ella de manera personal, útil y creativa (cf. ibid., 34). Apoyando el trabajo vosotros sostenéis esta misma obra. Y también, garantizando una existencia digna a los que tienen que dejar la actividad laboral, afirmáis una realidad más profunda: el trabajo no puede ser un mero engranaje en el mecanismo perverso que pisotea los recursos para obtener ganancias siempre mayores; el trabajo no puede ser ampliado o reducido en función de la ganancia de unos pocos y de formas productivas que sacrifican valores, relaciones y principios. Esto vale para la economía en general, que «no puede recurrir a remedios que son un nuevo veneno, como cuando se pretende aumentar la rentabilidad reduciendo el mercado laboral y creando así nuevos excluidos», (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 204). Y vale, análogamente, para todas las instituciones sociales, cuyo principio, sujeto y fin es y debe ser la persona humana (cf. Conc. Ecum. Vat. II, const. past. Gaudium et spes, 25). Su dignidad no puede ser perjudicada nunca, ni cuando deja de ser económicamente productiva.


Alguno de vosotros puede pensar: «Pero qué extraño este Papa: primero nos habla del descanso, ¡y después dice todas estas cosas sobre el derecho al trabajo!». Son cosas enlazadas. El verdadero descanso viene justamente del trabajo. Tú puedes reposar cuando estás seguro de tener un trabajo estable, que te da una dignidad, a ti y a tu familia. Y tú puedes descansar cuando en la ancianidad estás seguro de tener la pensión que es un derecho. Están enlazados, los dos: el verdadero descanso y el trabajo.


No os olvidéis del hombre: éste es el imperativo. Amar y servir al hombre con conciencia, responsabilidad y disponibilidad. Trabajad para quien trabaja y, no menos importante, por quien quisiera hacerlo y no puede. Hacedlo no como obra de solidaridad, sino como un deber de justicia y de subsidiariedad. Apoyad a los más débiles, para que a nadie le falte la dignidad y la libertad de vivir una vida auténticamente humana.


Muchas gracias por este encuentro. Invoco la bendición del Señor sobre cada uno de vosotros y de vuestras familias. Os aseguro mi recuerdo en la oración y os pido por favor que recéis por mí. 


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FRANCISCO: Visita Pastoral a Prato y Florencia (Nov. 10 - 2015)

(10 DE NOVIEMBRE DE 2015)



ENCUENTRO CON LA POBLACIÓN Y EL MUNDO DEL TRABAJO

DISCURSO DEL SANTO PADRE


Plaza de la Catedral, Prato
Martes 10 de noviembre de 2015


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


Doy las gracias a vuestro obispo, monseñor Agostinelli, por las palabras muy amables que me ha dirigido. Saludo con afecto a todos vosotros y a los que no pueden estar aquí presentes físicamente, en especial a las personas enfermas, ancianas y las detenidas en el centro penitencial.


He venido como peregrino —un peregrino… de paso. Poca cosa, pero al menos la voluntad está— a esta ciudad rica de historia y de belleza, que a lo largo de los siglos ha merecido la definición de «ciudad de María». Sois afortunados, porque estáis en buenas manos. Son manos maternales que protegen siempre, abiertas para acoger. Sois privilegiados también porque custodiáis la reliquia del «Sagrado cíngulo» de la Virgen, que he podido visitar hace un momento.


Este signo de bendición para vuestra ciudad me sugiere algunas reflexiones, suscitadas también por la Palabra de Dios. La primera nos remite al camino de salvación iniciado por el pueblo de Israel, desde la esclavitud de Egipto a la Tierra Prometida. Antes de liberarlo, el Señor pidió que se celebre la cena pascual y que lo hagan de un modo particular: «con la cintura ceñida» (Ex 12, 11). Ceñir los vestidos al cuerpo significa estar preparados, prepararse para partir, para salir y ponerse en camino. A esto nos exhorta el Señor también hoy, hoy más que nunca: a no permanecer encerrados en la indiferencia, sino abrirnos; a sentirnos, todos, llamados y preparados a dejar algo con el fin de ir al encuentro de alguno, con quien compartir la alegría de haber encontrado al Señor y también la fatiga de ir por su camino. Se nos pide salir para acercarnos a los hombres y a las mujeres de nuestro tiempo. Salir, cierto, quiere decir arriesgar —salir quiere decir arriesgar—, pero no existe una fe sin riesgo. Una fe que piensa en sí mismo y está cerrada en su casa no es fiel a la invitación del Señor, que llama a los suyos a tomar la iniciativa y a implicarse, sin miedo. Ante las transformaciones a menudo vortiginosas de estos últimos años, está el peligro de ser arrasados por el torbellino de los acontecimientos, perdiendo la valentía de buscar la senda. 

Se prefiere entonces el refugio de algún puerto seguro y se renuncia a remar mar adentro a partir de la Palabra de Jesús. Pero el Señor, que quiere llegar a quien aún no lo ama, nos sacude. Desea que nazca en nosotros una renovada pasión misionera y nos confía una gran responsabilidad. Pide a la Iglesia, su esposa, que camine por los senderos accidentados de hoy; que acompañe a quien se ha extraviado en el camino; que instale tiendas de esperanza, donde se acoja a quien está herido y ya no espera nada de la vida. Esto nos pide el Señor.


Él mismo nos da el ejemplo, acercándose a nosotros. El Sagrado Cíngulo, en efecto, recuerda también el gesto realizado por Jesús durante su cena pascual, cuando se ciñó sus vestiduras, como un siervo, y lavó los pies de sus discípulos (cf. Jn 13, 4; Lc 12, 37). Para que, como lo hizo Él, lo hiciésemos también nosotros. Hemos sido servidos por Dios que se hizo nuestro prójimo, para servir también nosotros a quien está cerca nuestro. Para un discípulo de Jesús ningún cercano puede llegar a ser alguien lejano. Es más, no existen lejanos que estén demasiado distantes, sino sólo próximos a quienes hemos de llegar. Os agradezco los esfuerzos constantes que vuestra comunidad realiza para integrar a cada persona, contrastando la cultura de la indiferencia y del descarte. En tiempos marcados por incertezas y miedos, son encomiables vuestras iniciativas que sostienen a los más débiles y a las familias, que os comprometéis también a «adoptar». Mientras que os dedicáis a buscar mejores posibilidades concretas de inclusión, nos os desalentéis ante las dificultades. No os resignéis ante las que parecen difíciles situaciones de convivencia. Que os anime siempre el deseo de establecer auténticos «pactos de proximidad». Esto es, ¡proximidad! Acercarse para realizar esto.


Existe también otra sugerencia que quisiera proponeros. San Pablo invita a los cristianos a revestirse con una armadura especial, la de Dios. Dice, en efecto, que se revistan de las virtudes necesarias para afrontar a nuestros enemigos reales, que nunca son los demás, sino «los espíritus malignos». En esta armadura ideal está en primer lugar la verdad: «ceñid la cintura con la verdad», escribe el Apóstol (Ef 6, 14). Debemos ceñirnos con la verdad. No se puede establecer nada bueno sobre las tramas de la mentira o la falta de transparencia. Buscar y elegir siempre la verdad no es fácil; pero es una decisión vital, que debe marcar profundamente la existencia de cada uno y también de la sociedad, para que se más justa, para que sea más honesta. La sacralidad de cada ser humano requiere para cada uno respeto, acogida y un trabajo digno. ¡Trabajo digno! Me permito recordar aquí a los cinco hombres y a las dos mujeres de ciudadanía china que fallecieron hace dos años a causa de un incendio en la zona industrial de Prato. Vivían y dormían dentro del mismo galpón industrial en el que trabajaban: en un espacio se habían acomodado un pequeño dormitorio de cartón y cartón piedra, con camas superpuestas para aprovechar la altura de la estructura. Es una tragedia de la explotación y de las condiciones inhumanas de vida. Y esto no es trabajo digno. La vida de cada comunidad exige que se combata hasta las últimas consecuencias el cáncer de la corrupción, el cáncer de la explotación humana y laboral y el veneno de la ilegalidad. Dentro de nosotros y junto a los demás, nunca nos cansemos de luchar por la verdad y la justicia.


Aliento a todos, sobre todo a vosotros jóvenes —me han dicho que vosotros, los jóvenes, habéis hecho ayer una vigilia de oración, toda la noche… ¡Gracias, gracias!— a no ceder jamás ante el pesimismo y la resignación. María es aquella que con la oración y el amor, en un silencio activo, transformó el sábado de la decepción en el alba de la resurrección. Si alguno se siente cansado y oprimido por las circunstancias de la vida, confíe en nuestra Madre, que es cercana y consuela porque es Madre. Siempre nos alienta y nos invita a volver a poner nuestra confianza en Dios: su Hijo no traicionará nuestras expectativas y sembrará en los corazones una esperanza que no decepciona. ¡Gracias!


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ENCUENTRO CON LOS PARTICIPANTES
EN EL V CONGRESO DE LA IGLESIA ITALIANA

DISCURSO DEL SANTO PADRE


Catedral de Santa María de la Flor, Florencia
Martes 10 de noviembre de 2015


Queridos hermanos y hermanas, en la cúpula de esta bellísima catedral está representado el Juicio universal. En el centro está Jesús, nuestra luz. La inscripción que se lee en el ápice de la pintura es «Ecce Homo». Mirando esta cúpula somos atraídos hacia lo alto, mientras contemplamos la transformación del Cristo juzgado por Pilato en el Cristo sentado en el trono del juez. Un ángel le lleva la espada, pero Jesús no asume los símbolos del juicio, sino que levanta la mano derecha mostrando los signos de la pasión, porque Él «se entregó en rescate por todos» (1 Tm 2, 6). «Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él» (Jn 3, 17).


Ante la luz de este Juez de misericordia, nuestras rodillas de doblan en adoración y nuestras manos y nuestros pies se fortalecen. Podemos hablar de humanismo solamente a partir de la centralidad de Jesús, descubriendo en Él los rasgos del auténtico rostro del hombre. Es la contemplación del rostro de Jesús muerto y resucitado la que recompone nuestra humanidad, también la que está fragmentada por las fatigas de la vida, o marcada por el pecado. No hay que domesticar el poder del rostro de Cristo. Su rostro es la imagen de su trascendencia. Es el misericordiae vultus. Dejémonos mirar por Él. Jesús es nuestro humanismo. Dejémonos inquietar siempre por su pregunta: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Mt 16, 15).


Contemplando su rostro, ¿qué vemos? Ante todo el rostro de un Dios «despojado», de un Dios que asumió la condición de esclavo, humillado y obediente hasta la muerte (cf. Flp 2, 7). El rostro de Jesús es similar al de tantos hermanos nuestros humillados, convertidos en esclavos, despojados. Dios asumió su rostro. Y ese rostro nos mira. Dios —que es «el ser de quien no se puede pensar nada más grande», como decía san Anselmo, o el Deus semper maior de san Ignacio de Loyola— se convierte en más grande que sí mismo abajándose. Si no nos abajamos no podremos ver su rostro. No veremos nada de su plenitud si no aceptamos que Dios se despojó. Y, por lo tanto, no entenderemos nada del humanismo cristiano y nuestras palabras serán bonitas, cultas, refinadas, pero no serán palabras de fe. Serán palabras que suenan vacías.


No quiero esbozar aquí en abstracto un «nuevo humanismo», una cierta idea del hombre, sino sencillamente presentar algunos rasgos del humanismo cristiano que es el de los «sentimientos de Cristo Jesús» (Flp 2, 5). Los mismos no son abstractas sensaciones provisionales del alma, sino la cálida fuerza interior que nos hace capaces de vivir y de tomar decisiones.


¿Cuáles son estos sentimientos? Hoy quisiera presentaros al menos tres de ellos.


El primer sentimiento es la humildad. «Con toda humildad, cada uno considere a los demás superiores a sí mismo» (Flp 2, 3), dice san Pablo a los Filipenses. Más adelante el apóstol habla del hecho que Jesús no considera un «privilegio» ser como Dios (Flp 2, 6). Aquí hay un mensaje preciso. La obsesión por preservar la propia gloria, la propia «dignidad», la propia influencia no debe formar parte de nuestros sentimientos. Debemos buscar la gloria de Dios, que no coincide con la nuestra. La gloria de Dios que resplandece en la humildad de la gruta de Belén o en el deshonor de la cruz de Cristo nos sorprende siempre.


Otro sentimiento de Jesús que da forma al humanismo cristiano es el desinterés. «No os encerréis en vuestros intereses, sino buscad todos el interés de los demás» (Flp 2, 4), pide también san Pablo. Por lo tanto, más que el desinterés, debemos buscar la felicidad de quien está a nuestro lado. La humanidad del cristiano está siempre en salida. No es narcisista, autorreferencial. Cuando nuestro corazón es rico y está muy satisfecho de sí mismo, entonces ya no tiene sitio para Dios. Evitemos, por favor, «encerrarnos en las estructuras que nos dan una falsa contención, en las normas que nos vuelven jueces implacables, en las costumbres donde nos sentimos tranquilos» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 49).


Nuestro deber es trabajar para hacer de este mundo un sitio mejor y luchar. Nuestra fe es revolucionaria por un impulso que viene del Espíritu Santo. Tenemos que seguir este impulso para salir de nosotros mismos, para ser hombres según el Evangelio de Jesús. Toda vida se decide a partir de la capacidad de donarse. Es allí donde se trasciende a sí misma, donde llega a ser fecunda.


Un ulterior sentimiento de Cristo Jesús es la dicha. El cristiano es un bienaventurado, tiene en sí mismo la alegría del Evangelio. En las bienaventuranzas el Señor nos indica el camino. Al recorrerlo, los seres humanos podemos llegar a la felicidad más auténticamente humana y divina. Jesús habla de la felicidad que experimentamos sólo cuando somos pobres en el espíritu. Para los grandes santos la felicidad tiene relación con la humillación y la pobreza. Pero también entre los más humildes de nuestra gente hay mucho de esta bienaventuranza: es la que conoce la riqueza de la solidaridad, del compartir también lo poco que se posee; la riqueza del sacrificio cotidiano de un trabajo, a veces duro y mal pagado, pero desempeñado por amor a las personas queridas; y también la de las propias miserias que, sin embargo, al vivirlas con confianza en la providencia y en la misericordia de Dios Padre, alimentan una grandeza humilde.


Las bienaventuranzas que leemos en el Evangelio inician con una bendición y terminan con una promesa de consolación. Nos introducen en un camino de grandeza posible, la del espíritu, y cuando el espíritu está dispuesto todo lo demás viene solo. Cierto, si no tenemos el corazón abierto al Espíritu Santo, parecerán tonterías porque no nos llevan al «éxito». Para ser «dichosos», para gustar la consolación de la amistad con Jesucristo, es necesario tener el corazón abierto. La dicha es una apuesta laboriosa, hecha de renuncias, escucha y conocimiento, cuyos frutos se recogen con el tiempo, regalándonos una paz incomparable: «Gustad y ved qué bueno es el Señor» (Sal 34, 9).


Humildad, desinterés, bienaventuranza: estos son los tres rasgos que hoy quiero presentar para vuestra meditación sobre el humanismo cristiano que nace de la humanidad del Hijo de Dios. Y estos rasgos dicen algo también a la Iglesia italiana que hoy se reúne para caminar juntos en un ejemplo de sinodalidad. Estos rasgos nos dicen que no debemos estar obsesionados por el «poder», también cuando el mismo asume el rostro de un poder útil y funcional para la imagen social de la Iglesia. Si la Iglesia no asume los sentimientos de Jesús, se desorienta, pierde la dirección. Si los asume, en cambio, sabe estar a la altura de su misión. Los sentimientos de Jesús nos dicen que una Iglesia que pensase en sí misma y en sus propios intereses sería triste. Las bienaventuranzas, en definitiva, son el espejo en el cual podemos mirarnos, que nos permite saber si estamos caminando por el sendero justo: es un espejo que no miente.


Una Iglesia que presenta estos tres rasgos —humildad, desinterés, bienaventuranza— es una Iglesia que sabe reconocer la acción del Señor en el mundo, en la cultura, en la vida cotidiana de la gente. Lo he dicho en más de una ocasión y lo repito una vez más hoy a vosotros: «prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades. No quiero una Iglesia preocupada por ser el centro y que termine clausurada en una maraña de obsesiones y procedimientos» (Evangelii gaudium, 49).


Pero sabemos que las tentaciones existen; son muchas las tentaciones que hay que afrontar. Os hablo al menos de dos de ellas. No os asustéis, esto no será una lista de tentaciones como las quince que les dije a la Curia.


La primera es la pelagiana. Ella empuja a la Iglesia a no ser humilde, desinteresada y bienaventurada. Y lo hace con la apariencia de un bien. El pelagianismo nos conduce a poner la confianza en las estructuras, en las organizaciones, en las planificaciones perfectas, siendo abstractas. A menudo nos lleva también a asumir un estilo de control, de dureza, de normatividad. La norma da al pelagiano la seguridad de sentirse superior, de tener una orientación precisa. Allí encuentra su fuerza, no en la suavidad del soplo del Espíritu. Ante los males y los problemas de la Iglesia es inútil buscar soluciones en conservadurismos y fundamentalismos, en la restauración de conductas y formas superadas que ni siquiera culturalmente tienen capacidad de ser significativas. La doctrina cristiana no es un sistema cerrado incapaz de generar preguntas, dudas, interrogantes, sino que está viva, sabe inquietar, sabe animar. Tiene un rostro que no es rígido, tiene un cuerpo que se mueve y crece, tiene carne tierna: la doctrina cristiana se llama Jesucristo.


La reforma de la Iglesia —y la Iglesia es semper reformanda— es ajena al pelagianismo. La misma no se agota en el enésimo proyecto para cambiar las estructuras. Significa en cambio injertarse y radicarse en Cristo, dejándose conducir por el Espíritu. Entonces todo será posible con ingenio y creatividad.


Que la Iglesia italiana se deje conducir por su soplo poderoso, y por ello a veces inquietante. Que asuma siempre el espíritu de sus grandes exploradores, que en los barcos fueron apasionados por la navegación en mar abierto y no se asustaron ante las fronteras y tempestades. Que sea una Iglesia libre y abierta a los desafíos del presente, jamás a la defensiva por temor a perder algo. Jamás a la defensiva por temor a perder algo. Y, encontrando a la gente a los largo de sus caminos, que asuma el propósito de san Pablo: «Me he hecho débil con los débiles, para ganar a los débiles; me he hecho todo para todos, para ganar, sea como sea, a algunos» (1 Cor 9, 22). 


Una segunda tentación que hay que vencer es la del gnosticismo. Ella conduce a confiar en el razonamiento lógico y claro, que pierde la ternura de la carne del hermano. La fascinación del gnosticismo es la de «una fe encerrada en el subjetivismo, donde sólo interesa una determinada experiencia o una serie de razonamientos y conocimientos que supuestamente reconfortan e iluminan, pero en definitiva el sujeto queda clausurado en la inmanencia de su propia razón o de sus sentimientos» (Evangelii gaudium, 94). El gnosticismo no puede trascender.


La diferencia entre la trascendencia cristiana y cualquier forma de espiritualismo gnóstico está en el misterio de la Encarnación. No poner en práctica, no llevar la Palabra a la realidad, significa construir sobre arena, permanecer en la pura idea y degenerar en intimismos que no dan fruto, que hacen estéril su dinamismo.


La Iglesia italiana tiene grandes santos cuyos ejemplos pueden ayudarle a vivir la fe con humildad, desprendimiento y alegría, desde Francisco de Asís a Felipe Neri. Pero pensemos también en la sencillez de personajes de ficción como don Camilo que formaba un dúo con Pepón. Me llama la atención cómo en las historias de Guareschi la oración de un buen párroco se una a su evidente cercanía con la gente. De él mismo don Camilo decía: «Soy un pobre cura de campo que conoce a sus parroquianos uno por uno, los ama, que conoce los dolores y las alegrías, que sufre y sabe reír con ellos». Cercanía a la gente y oración son la clave para vivir un humanismo cristiano popular, humilde, generoso, alegre. Si perdemos este contacto con el pueblo fiel de Dios perdemos en humanidad y no vamos a ninguna parte.


Pero entonces, ¿qué tenemos que hacer, padre?, me preguntaréis vosotros. ¿Qué nos está pidiendo el Papa?


Corresponde a vosotros decidir: pueblo y pastores juntos. Yo hoy sencillamente os invito a levantar la cabeza y contemplar una vez más el Ecce Homo que tenemos sobre nosotros. Detengámonos a contemplar la escena. Volvamos al Jesús que está aquí representado como Juez universal. ¿Qué sucederá cuando «venga en su gloria el Hijo del hombre, y todos los ángeles con Él, y se sentará en el trono de su gloria» (Mt 25, 31)? ¿Qué nos dice Jesús?


Podemos imaginar a este Jesús que está sobre nuestras cabezas decir a cada uno de nosotros y a la Iglesia italiana algunas palabras. Podría decir: «Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme» (Mt 25, 34-36). Y viene a mi memoria el sacerdote que acogió a este joven cura que dio su testimonio.


Pero podría también decir: «Apartaos de mí, malditos, id al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis de beber, fui forastero y no me hospedasteis, estuve desnudo y no me vestisteis, enfermo y en la cárcel y no me visitasteis» (Mt 25, 41-43).


Las bienaventuranzas y las palabras que acabamos de leer sobre el juicio universal nos ayudan a vivir la vida cristiana a nivel de santidad. Son pocas palabras, sencillas, pero prácticas. Dos pilares: las bienaventuranzas y las palabras del juicio final. Que el Señor nos dé la gracia de comprender su mensaje. Y contemplemos una vez más los rasgos del rostro de Jesús y sus gestos. Vemos a Jesús que come y bebe con los pecadores (Mc 2, 16; Mt 11, 19); contemplémoslo mientras conversa con la samaritana (Jn 4, 7-26); espiémoslo mientras se encuentra de noche con Nicodemo (Jn 3, 1-21); gustemos con afecto la escena en la que se deja ungir los pies por una prostituta (cf. Lc 7, 36-50); percibamos su saliva sobre la punta de nuestra lengua, que, de ese modo, se suelta (Mc 7, 33). Admiremos la «simpatía de todo el pueblo» que rodea a sus discípulos, es decir nosotros, y experimentemos su «alegría y sencillez de corazón» (Hch 2, 46-47).


A los obispos les pido que sean pastores. Nada más: pastores. Que esta sea vuestra alegría: «Soy pastor». Será la gente, vuestro rebaño, quien os sostendrá. Hace poco he leído sobre un obispo que decía que estaba en el metro en la hora de punta y había tanta gente que ya no sabía donde poner la mano para sostenerse. Inclinado a la derecha y a la izquierda, se apoyaba en las personas para no caer. Así, pensaba que, además de la oración, lo que hace permanecer en pie a un obispo es su gente.


Que nada ni nadie os quite la alegría de ser sostenidos por vuestro pueblo. Como pastores no seáis predicadores de doctrinas complejas, sino anunciadores de Cristo, muerto y resucitado por nosotros. Apuntad a lo esencial, al kerygma. No hay nada más sólido, profundo y seguro que este anuncio. Pero que sea todo el pueblo de Dios quien anuncie el Evangelio: pueblo y pastores, eso quiero decir. He expresado esta preocupación pastoral mía en la exhortación apostólica Evangelii gaudium (cf. nn. 111-134).


A toda la Iglesia italiana le recomiendo lo que indiqué en esa exhortación: la inclusión social de los pobres, que tienen un sitio privilegiado en el pueblo de Dios, y la capacidad de encuentro y de diálogo para promover la amistad social en vuestro país, buscando el bien común.


La opción por los pobres es «forma especial de primado en el ejercicio de la caridad cristiana, testimoniada por toda la Tradición de la Iglesia» (Juan Pablo ii, enc. Sollicitudo rei socialis, 42). Esta opción «está implícita en la fe cristológica en aquel Dios que se ha hecho pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza » (Benedicto XVI, Discurso a la sesión inaugural de la v Conferencia general del episcopado latinoamericano y del Caribe, 13 de mayo de 2007). Los pobres conocen bien los sentimientos de Cristo Jesús, porque por experiencia conocen al Cristo sufriente. «Estamos llamados a descubrir a Cristo en ellos, a prestarles nuestra voz en sus causas, pero también a ser sus amigos, a escucharlos, a interpretarlos y a recoger la misteriosa sabiduría que Dios quiere comunicarnos a través de ellos» (Evangelii gaudium, 198).


Que Dios proteja a la Iglesia italiana de cualquier subrogado de poder, de imagen, de dinero. La pobreza evangélica es creativa, acoge, sostiene y está llena de esperanza.


Estamos aquí en Florencia, ciudad de la belleza. ¡Cuánta belleza en esta ciudad se ha puesto al servicio de la caridad! Pienso en el Spedale degli Innocenti, por ejemplo. Una de las primeras arquitecturas renacentistas fue creada para el servicio de los niños abandonados y madres desesperadas. A menudo estas madres dejaban, junto a los recién nacidos, medallas partidas por la mitad, con las cuales esperaban, presentando la otra mitad, poder reconocer a sus hijos en tiempos mejores. Entonces, debemos imaginar que nuestros pobres tienen una medalla partida por la mitad, y nosotros tenemos la otra mitad. Porque la Iglesia madre tiene en Italia la mitad de la medalla de todos y reconoce a todos sus hijos abandonados, oprimidos, cansados. Y esta, desde siempre, es una de vuestras virtudes, porque bien sabéis que el Señor derramó su sangre no por algunos, ni por pocos ni por muchos, sino por todos.


Os recomiendo también, de forma especial, la capacidad de diálogo y de encuentro. Dialogar no es negociar. Negociar es tratar de llevarse la propia «tajada» de la tarta común. No es eso lo que quiero decir. Sino que es buscar el bien común para todos. Discutir juntos, me atrevería a decir enfadarse juntos, pensar en soluciones mejores para todos. Muchas veces el encuentro se complica con el conflicto. En el diálogo tiene lugar el conflicto: es lógico y previsible que sea así. Y no debemos temerle ni ignorarlo, sino aceptarlo. «Aceptar sufrir el conflicto, resolverlo y transformarlo en el eslabón de un nuevo proceso» (Evangelii gaudium, 227).


Pero debemos recordar siempre que no existe humanismo auténtico que no contemple el amor como vínculo entre los seres humanos, sea el mismo de naturaleza interpersonal, íntima, social, política o intelectual. Sobre esto se funda la necesidad del diálogo y del encuentro para construir junto con los demás la sociedad civil. Nosotros sabemos que la mejor respuesta a la situación de conflicto del ser humano del célebre homo homini lupus de Thomas Hobbes es el «Ecce homo» de Jesús que no recrimina, sino que acoge y, pagando personalmente, salva. La sociedad italiana se construye cuando sus diversas riquezas culturales pueden dialogar de modo constructivo: la popular, la académica, la juvenil, la artística, la tecnológica, la económica, la política, la de los medios de comunicación... Que la Iglesia sea levadura de diálogo, de encuentro, de unidad. Además, nuestras formulaciones de fe son fruto de un diálogo y de un encuentro de culturas, comunidades e instancias diferentes. No debemos tener miedo del diálogo: es precisamente la confrontación y la crítica las que nos ayuda a preservar a la teología de transformarse en ideología.


Acordaos, además, de que el mejor modo para dialogar no es el de hablar y discutir, sino hacer algo juntos, construir juntos, hacer proyectos: no sólo entre católicos, sino juntamente con todos los que tienen buena voluntad.


Y sin miedo de realizar el éxodo necesario en todo diálogo auténtico. De otro modo no es posible comprender las razones del otro, ni comprender totalmente que el hermano es más importante que las posiciones que juzgamos lejanas de las nuestras, incluso auténticas certezas. Es hermano.


Que Iglesia sepa también dar una respuesta clara a las amenazas que surgen en el seno del debate público: esta es una de las formas de la aportación específica de los creyentes en la construcción de la sociedad común. Los creyentes son ciudadanos. Y lo digo aquí en Florencia, donde arte, fe y ciudadanía se constituyeron siempre en un equilibrio dinámico entre denuncia y propuesta. La nación no es un museo, sino una obra colectiva en permanente construcción en la que se deben poner en común precisamente las cosas que diferencian, incluidas las pertenencias políticas y religiosas.


Hago un llamamiento sobre todo «a vosotros, jóvenes, porque sois fuertes», decía el apóstol Juan (1 Jn 2, 14). Jóvenes, superad la apatía. Que nadie menosprecie vuestra juventud, en cambio aprended a ser modelos al hablar y al obrar (cf. 1 Tm 4, 12). Os pido ser constructores de la Italia, que trabajéis por una Italia mejor. Por favor, no miréis la vida desde el balcón, sino comprometeros, sumergíos en el amplio diálogo social y político. Que las manos de vuestra fe se eleven hacia el cielo, pero que lo hagan mientras edifican una ciudad construida a partir de relaciones donde el amor de Dios sea el fundamento. Y así seréis libres de aceptar los desafíos de hoy, de vivir los cambios y las transformaciones.


Se puede decir que hoy no vivimos una época de cambio sino un cambio de época. Las situaciones que vivimos hoy plantean desafíos nuevos que para nosotros, a veces, son incluso difíciles de comprender. Nuestro tiempo nos pide vivir los problemas como desafíos y no como obstáculos: el Señor está activo y obra en el mundo. Vosotros, por lo tanto, salid por las calles e id a las encrucijadas: llamad a todos los que encontraréis, ninguno excluido (cf. Mt 22, 9). Sobre todo acompañad a quien se ha quedado al borde del camino, «tullidos, lisiados, ciegos, sordomudos» (Mt 15, 30). Dónde sea que os encontréis, no construyáis nunca muros ni fronteras, sino plazas y hospitales de campaña.



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Me gusta una Iglesia italiana inquieta, cada vez más cercana a los abandonados, los olvidados, los imperfectos. Deseo una Iglesia alegre con rostro de madre, que comprenda, acompañe, acaricie. Soñad también vosotros con esta Iglesia, creed en ella, innovad con libertad. El humanismo cristiano que estáis llamados a vivir afirma radicalmente la dignidad de cada persona como hijo de Dios, establece entre cada ser humano una fraternidad fundamental, enseña a comprender el trabajo, a habitar la creación como una casa común, ofrece razones para la alegría y el humorismo, incluso en medio de una vida muchas veces muy dura.


Si bien no me toca a mí decir cómo realizar hoy este sueño, permitidme sólo dejaros una indicación para los próximos años: en cada comunidad, en cada parroquia e institución, en cada diócesis y circunscripción, en cada región, tratad de iniciar, de forma sinodal, una profundización de la Evangelii gaudium, para sacar de ella criterios prácticos y poner en práctica sus disposiciones, especialmente sobre las tres o cuatro prioridades que indicaréis en esta asamblea. Estoy seguro de vuestra capacidad de poneros en movimiento creativo para concretizar este estudio. Estoy seguro de ello porque sois una Iglesia adulta, antiquísima en la fe, sólida en las raíces y abundante en frutos. Por ello sed creativos al expresar ese ingenio que vuestros grandes, desde Dante a Miguel Ángel, expresaron de forma inigualable. Creed en el genio del cristianismo italiano, que no es patrimonio ni de algunos ni de una élite, sino de la comunidad, del pueblo de este extraordinario país.


Os encomiendo a María, que aquí en Florencia se venera como «Santissima Annunziata». En la pintura que se encuentra en la homónima basílica —que visitaré dentro de un rato—, el ángel calla y María habla diciendo «Ecce ancilla Domini». En esas palabras nos encontramos todos nosotros. Que toda la Iglesia italiana las pronuncie con María. ¡Gracias!


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SANTA MISA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE


 Estadio Municipal Artemio Franchi, Florencia
Martes 10 de noviembre de 2015


En el Evangelio de hoy Jesús plantea dos preguntas a sus discípulos. La primera: «La gente, ¿quién dice que es el Hijo del hombre?» (Mt 16, 13) es una pregunta que demuestra en qué medida el corazón y la mirada de Jesús están abiertos a todos. A Jesús le interesa lo que piensa la gente no para complacerla, sino para poder entrar en comunicación en ella. Sin saber lo que la gente piensa, el discípulo se aísla y empieza a juzgar a la gente según sus pensamientos y convicciones. Mantener un sano contacto con la realidad, con lo que la gente vive, con sus lágrimas y sus alegrías, es la única forma de poder ayudarle, de poder formarla y comunicar con ella. Es el único modo de hablar al corazón de las personas tocando su experiencia cotidiana: el trabajo, la familia, los problemas de salud, el tráfico, la escuela, los servicios sanitarios, etc... Es el único modo de abrir su corazón a la escucha de Dios. En realidad, cuando Dios quiso hablar con nosotros se encarnó. Los discípulos de Jesús nunca deben olvidar de dónde fueron elegidos, es decir de entre la gente, y nunca deben caer en la tentación de asumir actitudes distantes, como si lo que la gente piensa y vive no les afectase y no fuese importante para ellos.


Esto es válido también para nosotros. Y el hecho de que hoy nos hayamos reunido para celebrar la santa misa en un estadio deportivo nos lo recuerda. La Iglesia, como Jesús, vive en medio de la gente y para la gente. Por ello la Iglesia, en toda su historia, siempre ha llevado con ella la misma pregunta: ¿quién es Jesús para los hombres y las mujeres de hoy?


También el santo Papa León Magno, originario de la región de Toscana, de quien hoy celebramos la memoria, llevaba en su corazón esta pregunta, esta inquietud apostólica de que todos pudiesen conocer a Jesús, y conocerlo por lo que verdaderamente es, no una imagen suya distorsionada por las filosofías o las ideologías de la época.


Por esto es necesario madurar una fe personal en Él. Y he aquí, entonces, la segunda pregunta que Jesús plantea a los discípulos: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Mt 16, 15). Pregunta que resuena aún hoy en nuestra conciencia, la de sus discípulos, y es decisiva para nuestra identidad y nuestra misión. Sólo si reconocemos a Jesús en su verdad, seremos capaces de mirar la verdad de nuestra condición humana, y podremos dar nuestra aportación para la plena humanización de la sociedad.


Custodiar y anunciar la recta fe en Jesucristo es el corazón de nuestra identidad cristiana, porque al reconocer el misterio del Hijo de Dios hecho hombre por nosotros podremos penetrar en el misterio de Dios y en el misterio del hombre.


A la pregunta de Jesús responde Simón: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo» (v. 16). Esta respuesta encierra toda la misión de Pedro y resume lo que llegaría a ser para la Iglesia el ministerio petrino, es decir custodiar y proclamar la verdad de la fe; defender y promover la comunión entre todas las Iglesias; conservar la disciplina de la Iglesia. El Papa León fue y sigue siendo, en esta misión, un modelo ejemplar, tanto por sus luminosas enseñanzas como por sus gestos llenos de mansedumbre, de la compasión y la fuerza de Dios.


También hoy, queridos hermanos y hermanas, nuestra alegría es compartir esta fe y responder juntos al Señor Jesús: «Tú eres para nosotros el Cristo, el Hijo del Dios vivo». Nuestra alegría también es ir a contracorriente e ir más allá de la opinión corriente, que, como entonces, no logra ver en Jesús más que a un profeta o un maestro. Nuestra alegría es reconocer en Él la presencia de Dios, el enviado del Padre, el Hijo que vino para ser instrumento de salvación para la humanidad. Esta profesión de fe proclamada por Simón Pedro es también para nosotros. La misma no representa sólo el fundamento de nuestra salvación, sino también el camino a través del cual ella se realiza y la meta a la cual tiende.


En la raíz del misterio de la salvación está, en efecto, la voluntad de un Dios misericordioso, que no se quiere rendir ante la incomprensión, la culpa y la miseria del hombre, sino que se dona a él hasta llegar a ser Él mismo hombre para ir al encuentro de cada persona en su condición concreta. Este amor misericordioso de Dios es lo que Simón Pedro reconoce en el rostro de Jesús. El mismo rostro que nosotros estamos llamados a reconocer en las formas en las que el Señor nos ha asegurado su presencia en medio de nosotros: en su Palabra, que ilumina las oscuridades de nuestra mente y de nuestro corazón; en sus Sacramentos, que, de cada una de nuestras muertes, nos vuelven a engendrar a una vida nueva; en la comunión fraterna, que el Espíritu Santo da vida entre sus discípulos; en el amor sin límites, que se hace servicio generoso y atento hacia todos; en el pobre, que nos recuerda cómo Jesús quiso que su suprema revelación de sí y del Padre tuviese la imagen del humillado y crucificado.


Esta verdad de la fe es una verdad que escandaliza, porque pide creer en Jesús, quien, incluso siendo Dios, se anonadó, se abajó a la condición de siervo, hasta la muerte en la cruz, y por esto Dios lo hizo Señor del universo (cf. Flp 2, 6-11). Es la verdad que aún hoy escandaliza a quien no tolera el misterio de Dios impreso en el rostro de Cristo. Es la verdad que no podemos rozar y abrazar sin entrar, como dice san Pablo, en el misterio de Jesucristo, y sin hacer nuestros sus mismos sentimientos (cf. Flp 2, 5). Sólo a partir del Corazón de Cristo podemos comprender, profesar y vivir su verdad.


En realidad, la comunión entre divino y humano, realizada plenamente en Jesús, es nuestra meta, el punto de llegada de la historia humana según el designio del Padre. Es la dicha del encuentro entre nuestra debilidad y Su grandeza, entre nuestra pequeñez y Su misericordia que colmará cada uno de nuestros límites. Pero esa meta no es sólo el horizonte que ilumina nuestro camino sino que es lo que nos atrae con su fuerza suave; es lo que se comienza a pregustar y vivir aquí y se construye día a día con todo tipo de bien que sembramos a nuestro alrededor. Son estas las semillas que contribuyen en la creación de una humanidad nueva, renovada, donde nadie es dejado de lado o descartado; donde quien sirve es el más grande; donde los pequeños y los pobres son acogidos y ayudados.


Dios y el hombre no son dos extremos de una oposición: ellos se buscan desde siempre, porque Dios reconoce en el hombre su imagen y el hombre se reconoce sólo mirando a Dios. Esta es la verdadera sabiduría, que el Libro del Sirácida indica como característica de quien sigue al Señor. Es la sabiduría de san León Magno, fruto de la convergencia de viarios elementos: palabra, inteligencia, oración, enseñanza, memoria. Pero san León nos recuerda también que sólo puede existir verdadera sabiduría en la unión con Cristo y en el servicio a la Iglesia. Es este el camino en el que nos cruzamos con la humanidad y donde podemos encontrarla con el espíritu del buen samaritano. No sin motivo el humanismo, del cual Florencia fue testigo en sus momentos más creativos, tuvo siempre el rostro de la caridad. Que esta herencia sea fecunda con un nuevo humanismo para esta ciudad y para toda Italia.



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Quiero agradeceros esta cálida acogida, durante toda la jornada. Doy las gracias al señor cardenal arzobispo, a los cardenales y obispos de la Conferencia episcopal italiana, con su presidente. Todo lo que habéis hecho hoy por mí, es un testimonio. Un agradecimiento para cada uno de vosotros.


Pero especialmente quiero decir gracias a los detenidos, que hicieron este altar, al que hoy vino Jesús. Gracias por haber hecho esto para Jesús.


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