sábado, 9 de marzo de 2013

BENEDICTO XVI: Motu Proprio, Cartas y Homilías del mes de Febrero 2013

CARTA APOSTÓLICA
EN FORMA DE MOTU PROPRIO

NORMAS NONNULLAS
DEL SUMO PONTÍFICE
BENEDICTO XVI
SOBRE ALGUNAS MODIFICACIONES DE LAS NORMAS RELATIVAS
A LA ELECCIÓN DEL ROMANO PONTÍFICE



Con la Carta apostólica De aliquibus mutationibus in normis de electione Romani Pontificis, publicada en Roma, en forma de Motu proprio, el 11 de junio de 2007, en el tercer año de mi pontificado, establecí algunas normas que, abrogando las prescritas en el número 75 de la Constitución apostólica Universi Dominici gregis promulgadas el 22 de febrero de 1996 por mi predecesor el beato Juan Pablo II, restablecieron la norma, sancionada por la tradición, según la cual para la elección válida del Romano Pontífice se requiere siempre la mayoría de dos tercios de los votos de los cardenales electores presentes.

Considerada la importancia de asegurar el mejor desarrollo de cuanto se refiere, si bien con diversa relevancia, a la elección del Romano Pontífice, y particularmente una interpretación y actuación más cierta de algunas disposiciones, establezco y prescribo que algunas normas de la Constitución apostólica Universi Dominici gregis así como lo que yo mismo dispuse en la Carta apostólica citada más arriba, se sustituyan con las normas siguientes:

n. 35. «Ningún Cardenal elector podrá ser excluido de la elección, activa o pasiva, por ningún motivo o pretexto, quedando en pie lo establecido en los números 40 y 75 de esta Constitución».

n. 37. «Establezco, además, que desde el momento en que la Sede Apostólica esté legítimamente vacante, se espere durante quince días completos a los ausentes antes de iniciar el Cónclave, aunque dejo al Colegio de los Cardenales la facultad de anticipar el comienzo del Cónclave si consta la presencia de todos los cardenales electores, así como la de retrasarlo algunos días si hubiera motivos graves. Pero pasados al máximo veinte días desde el inicio de la Sede vacante, todos los Cardenales electores presentes están obligados a proceder a la elección».

n. 43. «Desde el momento en que se ha dispuesto el comienzo del proceso de la elección hasta el anuncio público de que se ha realizado la elección del Sumo Pontífice o, de todos modos, hasta cuando así lo ordene el nuevo Pontífice, los locales de la Domus Sanctae Marthae, como también y de modo especial la Capilla Sixtina y las zonas destinadas a las celebraciones litúrgicas, deben estar cerrados a las personas no autorizadas, bajo la autoridad del Cardenal Camarlengo y con la colaboración externa del Vicecamarlengo y del Sustituto de la Secretaría de Estado, según lo establecido en los números siguientes.

Todo el territorio de la Ciudad del Vaticano y también la actividad ordinaria de las Oficinas que tienen su sede dentro de su ámbito deben regularse, en dicho período, de modo que se asegure la reserva y el libre desarrollo de todas las actividades en relación con la elección del Sumo Pontífice. De modo particular se deberá cuidar, también con la ayuda de los Prelados Clérigos de Cámara, que nadie se acerque a los Cardenales electores durante el traslado desde la Domus Sanctae Marthae al Palacio Apostólico Vaticano».

n. 46, párrafo 1. «Para satisfacer las necesidades personales y de oficio relacionadas con el desarrollo de la elección, deberán estar disponibles y, por tanto, alojados convenientemente dentro de los límites a los que se refiere el n. 43 de la presente Constitución, el Secretario del Colegio Cardenalicio, que actúa de Secretario de la asamblea electiva; el Maestro de las Celebraciones Litúrgicas Pontificias con ocho Ceremonieros y dos religiosos adscritos a la Sacristía Pontificia; un eclesiástico elegido por el Cardenal Decano, o por el Cardenal que haga sus veces, para que lo asista en su cargo».

n. 47. «Todas las personas señaladas en el n. 46 y en el n. 55, párrafo 2 de la presente Constitución apostólica, que por cualquier motivo o en cualquier momento fueran informadas por quien sea sobre algo directa o indirectamente relativo a los actos propios de la elección y, de modo particular, de lo referente a los escrutinios realizados en la elección misma, están obligadas a estricto secreto con cualquier persona ajena al Colegio de los Cardenales electores; por ello, antes del comienzo del proceso de la elección, deberán prestar juramento según las modalidades y la fórmula indicada en el número siguiente».

n. 48. «Las personas señaladas en el n. 46 y en el n. 55, párrafo 2 de la presente Constitución, debidamente advertidas sobre el significado y sobre el alcance del juramento que han de prestar antes del comienzo del proceso de la elección, deberán pronunciar y subscribir a su debido tiempo, ante el Cardenal Camarlengo u otro Cardenal delegado por éste, en presencia de dos Protonotarios apostólicos de Número Participantes, el juramento según la fórmula siguiente:

Yo N. N. prometo y juro observar el secreto absoluto con quien no forme parte del Colegio de los Cardenales electores, y esto perpetuamente, a menos que reciba especiales facultades dadas expresamente por el nuevo Pontífice elegido o por sus Sucesores, acerca de todo lo que atañe directa o indirectamente a las votaciones y a los escrutinios para la elección del Sumo Pontífice.
Prometo igualmente y juro que me abstendré de hacer uso de cualquier instrumento de grabación, audición o visión de cuanto, durante el período de la elección, se desarrolla dentro del ámbito de la Ciudad del Vaticano, y particularmente de lo que directa o indirectamente de algún modo tiene que ver con las operaciones relacionadas con la elección misma.
Declaro emitir este juramento consciente de que una infracción del mismo comportaría para mí la pena de excomunión latae sententiae reservada a la Sede Apostólica.
Así Dios me ayude y estos Santos Evangelios que toco con mi mano».

n. 49. «Celebradas las exequias del difunto Pontífice, según los ritos prescritos, y preparado lo necesario para el desarrollo regular de la elección, el día establecido para el inicio del Cónclave, según lo previsto en el n. 37 de la presente Constitución, todos los Cardenales se reunirán en la Basílica de San Pedro en el Vaticano, o donde la oportunidad y las necesidades de tiempo y de lugar aconsejen, para participar en una solemne celebración eucarística con la Misa votiva Pro eligendo Papa. Esto deberá realizarse a ser posible en una hora adecuada de la mañana, de modo que en la tarde pueda tener lugar lo prescrito en los números siguientes de la presente Constitución».

n. 50. «Desde la Capilla Paulina del Palacio Apostólico, donde se habrán reunido en una hora conveniente de la tarde, los Cardenales electores, en hábito coral, irán en solemne procesión, invocando con el canto del Veni Creator la asistencia del Espíritu Santo, a la Capilla Sixtina del Palacio Apostólico, lugar y sede del desarrollo de la elección. Participan en la procesión el Vicecamarlengo, el Auditor General de la Cámara Apostólica y dos miembros de cada uno de los Colegios de Protonotarios Apostólicos de Número Participantes, de los Prelados Auditores de la Rota Romana y de los Prelados Clérigos de Cámara».

n. 51, párrafo 2. «Por tanto, el Colegio Cardenalicio, que actúa bajo la autoridad y la responsabilidad del Camarlengo ayudado por la Congregación particular de la que se habla en el n. 7 de la presente Constitución, cuidará de que, dentro de dicha Capilla y de los locales adyacentes, todo esté previamente dispuesto, incluso con la ayuda desde el exterior del Vicecamarlengo y del Sustituto de la Secretaría de Estado, de modo que se preserve la normal elección y el carácter reservado de la misma».

n. 55, párrafo 3. «Si se cometiese y descubriese una infracción a esta norma, sepan los autores que estarán sujetos a la pena de excomunión latae sententiae reservada a la Sede Apostólica».

n. 62. «Abolidos los modos de elección llamados per acclamationem seu inspirationem y per compromissum, la forma de elección del Romano Pontífice será de ahora en adelante únicamente per scrutinium.

Establezco, por lo tanto, que para la elección válida del Romano Pontífice se requieren al menos los dos tercios de los votos, calculados sobre la totalidad de los electores presentes y votantes».

n. 64. «El procedimiento del escrutinio se desarrolla en tres fases, la primera de las cuales, que se puede llamar pre-escrutinio, comprende: 1) la preparación y distribución de las papeletas por parte de los Ceremonieros —llamados al Aula junto con el Secretario del Colegio de los Cardenales y con el Maestro de las Celebraciones Litúrgicas Pontificias— quienes entregan por lo menos dos o tres a cada Cardenal elector; 2) la extracción por sorteo, entre todos los Cardenales electores, de tres Escrutadores, de tres encargados de recoger los votos de los enfermos, llamados por brevedad Infirmarii, y de tres Revisores; este sorteo es realizado públicamente por el último Cardenal Diácono, el cual extrae seguidamente los nueve nombres de quienes deberán desarrollar tales funciones; 3) si en la extracción de los Escrutadores, de los Infirmarii y de los Revisores, salieran los nombres de Cardenales electores que, por enfermedad u otro motivo, están impedidos de llevar a cabo estas funciones, en su lugar se extraerán los nombres de otros no impedidos. Los tres primeros extraídos actuarán de Escrutadores, los tres segundos de Infirmarii y los otros tres de Revisores».

n. 70, párrafo 2. «Los Escrutadores hacen la suma de todos los votos que cada uno ha obtenido, y si ninguno ha alcanzado al menos los dos tercios de los votos en aquella votación, el Papa no ha sido elegido; en cambio, si resulta que alguno ha obtenido al menos los dos tercios, se tiene por canónicamente válida la elección del Romano Pontífice».

n. 75. «Si las votaciones a las que se refieren los números 72, 73 y 74 de la mencionada Constitución no tuvieran resultado positivo, dedíquese un día a la oración, a la reflexión y al diálogo; en las sucesivas votaciones, observado el orden establecido en el número 74 de dicha Constitución, tendrán voz pasiva solamente los dos nombres que en el precedente escrutinio hayan obtenido el mayor número de votos, sin apartarse de la norma de que también en estas votaciones se requiere para la validez de la elección la mayoría cualificada de al menos dos tercios de los sufragios de los Cardenales presentes y votantes. En estas votaciones los dos nombres que tienen voz pasiva carecen de voz activa».

n. 87. «Realizada la elección canónicamente, el último de los Cardenales Diáconos llama al aula de la elección al Secretario del Colegio de los Cardenales, al Maestro de las Celebraciones Litúrgicas Pontificias y a dos Ceremonieros; después, el Cardenal Decano, o el primero de los Cardenales por orden y antigüedad, en nombre de todo el Colegio de los electores, pide el consentimiento del elegido con las siguientes palabras: ¿Aceptas tu elección canónica para Sumo Pontífice? Y, una vez recibido el consentimiento, le pregunta: ¿Cómo quieres ser llamado? Entonces el Maestro de las Celebraciones Litúrgicas Pontificias, actuando como notario y teniendo como testigos a dos Ceremonieros, levanta acta de la aceptación del nuevo Pontífice y del nombre que ha tomado».

Esto decido y establezco, no obstante cualquier disposición contraria.

Este documento entrará en vigor inmediatamente después de su publicación en L'Osservatore Romano.


Dado en Roma, junto a San Pedro, el 22 de Febrero del año 2013, 
octavo de mi Pontificado.


BENEDICTUS PP. XVI

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CARTA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL CARDENAL GIANFRANCO RAVASI,
PREDICADOR DE LOS EJERCICIOS ESPIRITUALES


Al venerado hermano Cardenal Gianfranco Ravasi
Presidente del Consejo pontificio para la cultura

Deseo con todo el corazón, venerado hermano, manifestarle mi profunda gratitud por el servicio que ha prestado, a mí y a la Curia romana, proponiendo las meditaciones de los ejercicios espirituales. Al inicio de la Cuaresma, la semana de los ejercicios constituye un tiempo aún más intenso de silencio y de oración, y el tema de este año —precisamente el diálogo entre Dios y el hombre en la oración sálmica— nos ha sido de particular ayuda: en cuanto entramos, por así decirlo, en el desierto tras las huellas de Jesús, hemos podido beber de la fuente de agua purísima y abundante de la Palabra de Dios, que usted nos ha orientado a sacar del libro de los Salmos, el lugar bíblico por excelencia en el que la Palabra se hace oración.
Rico de su ciencia y de su experiencia, usted ha propuesto un itinerario sugestivo a través del Salterio, siguiendo un doble movimiento: ascendente y descendente. Los Salmos, de hecho, orientan ante todo hacia el Rostro de Dios, hacia el misterio en el que la mente humana naufraga, pero que la misma Palabra divina permite percibir según los diversos perfiles en los que Dios mismo se ha revelado. Y, al tiempo, precisamente en la luz que emana del Rostro de Dios, la oración sálmica nos hace mirar hacia el rostro del hombre, para reconocer en verdad sus alegrías y sus dolores, sus angustias y sus esperanzas.
De este modo, querido señor cardenal, la Palabra de Dios, mediada por el ars orandi antiguo y siempre nuevo del Pueblo judío y de la Iglesia, nos ha permitido renovar el ars credendi: una exigencia solicitada por el Año de la fe y que se hace más necesaria todavía por el particular momento que yo personalmente y la Sede apostólica estamos viviendo. El Sucesor de Pedro y sus colaboradores están llamados a dar a la Iglesia y al mundo un testimonio claro de fe, y esto es posible sólo gracias a una inmersión profunda y estable en el diálogo con Dios. A los muchos que también hoy preguntan: «¿Quién nos hará ver la dicha?» (cf. Sal 4, 7), pueden responder cuantos reflejan en su rostro y con su vida la luz del rostro de Dios.
El Señor sabrá, venerado hermano, recompensarle por este compromiso que usted ha cumplido tan brillantemente. Por mi parte le aseguro el recuerdo siempre agradecido en la oración por su persona y por su servicio eclesial, mientras con afecto le renuevo la bendición apostólica, extendiéndola con gusto a sus seres queridos.
Vaticano, 23 de Febrero de 2013


BENEDICTUS PP XVI

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CARTA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL NUEVO PATRIARCA DE BABILONIA DE LOS CALDEOS
PARA LA CONCESIÓN DE LA COMUNIÓN ECLESIÁSTICA


A Su Beatitud Louis Raphaël I Sako
Patriarca de Babilonia de los caldeos

Con viva alegría he sabido la noticia de la elección de Vuestra Beatitud a la Sede Patriarcal de Babilonia de los Caldeos.

Doy gracias a Dios Padre y, acogiendo con mucho gusto la petición que usted me ha dirigido según norma de los Sagrados Cánones, concedo la «Ecclesiastica Communio», que se acompaña de mi fraterna caridad en Cristo.
Expresándole mis sinceras felicitaciones, imploro al Señor que le colme de toda gracia y bendición. Que Él le ilumine en la proclamación incansable del Evangelio en la viva tradición que se remonta a santo Tomás Apóstol. Que el Pastor Bueno y Eterno le sostenga en la fe de los padres y le conceda el ardor de los mártires de ayer y de hoy para custodiar el patrimonio espiritual y litúrgico de la venerable Iglesia caldea, como su Pater et Caput. Que su ministerio sea de consuelo para los fieles caldeos en la madre patria y en la diáspora, y también de toda la comunidad católica y de los cristianos que viven en la tierra de Abrahán, como estímulo a la reconciliación, a la acogida recíproca y a la paz para toda la población iraquí.
Mientras encomiendo su persona a la Santísima Madre de Dios, imparto de gran corazón la bendición apostólica sobre usted, extendiéndola a su venerado predecesor, el cardenal Emmanuel III Delly, a los obispos, a los sacerdotes, a los consagrados y a todos los amados hijos de la Iglesia caldea.
Vaticano, 1° de Febrero de 2013
 


BENEDICTO XVI

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SANTA MISA, BENDICIÓN E IMPOSICIÓN DE LA CENIZA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Basílica Vaticana
Miércoles de Ceniza, 13 de Febrero de 2013

 
Venerados Hermanos,
queridos hermanos y hermanas


Hoy, Miércoles de Ceniza, comenzamos un nuevo camino cuaresmal, un camino que se extiende por cuarenta días y nos conduce al gozo de la Pascua del Señor, a la victoria de la vida sobre la muerte. Siguiendo la antiquísima tradición romana de las stationes cuaresmales, nos hemos reunido para la celebración de la Eucaristía. Esta tradición establece que la primera estación tenga lugar en la Basílica de Santa Sabina, sobre la colina del Aventino. Las circunstancias han aconsejado que nos reunamos en la Basílica Vaticana. Somos un gran número en torno a la tumba del apóstol Pedro, para pedirle también su intercesión para el camino de la Iglesia en este momento particular, renovando nuestra fe en el Supremo Pastor, Cristo el Señor. Para mí, es una ocasión propicia para agradecer a todos, especialmente a los fieles de la Diócesis de Roma, al disponerme a concluir el ministerio petrino, y para pedir un recuerdo particular en la oración.
Las lecturas que han sido proclamadas nos ofrecen algunos puntos que, con la gracia de Dios, estamos llamados a convertirlos en actitudes y comportamientos concretos en esta cuaresma. La Iglesia nos propone de nuevo, en primer lugar, la vehemente llamada que el profeta Joel dirige al pueblo de Israel: «Así dice el Señor: convertíos a mí de todo corazón con ayuno, con llanto, con luto» (2,12). Hay que subrayar la expresión «de todo corazón», que significa desde el centro de nuestros pensamientos y sentimientos, desde la raíz de nuestras decisiones, elecciones y acciones, con un gesto de total y radical libertad. ¿Pero, es posible este retorno a Dios? Sí, porque existe una fuerza que no reside en nuestro corazón, sino que brota del mismo corazón de Dios. Es la fuerza de su misericordia. Continúa el profeta: «Convertíos al Señor, Dios vuestro, porque es compasivo y misericordioso, lento a la cólera, rico en piedad; y se arrepiente de las amenazas» (v. 13). El retorno al Señor es posible por la ‘gracia’, porque es obra de Dios y fruto de la fe que ponemos en su misericordia. Este volver a Dios solamente llega a ser una realidad concreta en nuestra vida cuando la gracia del Señor penetra en nuestro interior y lo remueve dándonos la fuerza de «rasgar el corazón». Una vez más, el profeta nos transmite de parte de Dios estas palabras: «Rasgad los corazones y no las vestiduras» (v. 13). En efecto, también hoy muchos están dispuestos a «rasgarse las vestiduras» ante escándalos e injusticias, cometidos naturalmente por otros, pero pocos parecen dispuestos a obrar sobre el propio «corazón», sobre la propia conciencia y las intenciones, dejando que el Señor transforme, renueve y convierta.
Aquel «convertíos a mí de todo corazón», es además una llamada que no solo se dirige al individuo, sino también a la comunidad. Hemos escuchado en la primera lectura: «Tocad la trompeta en Sión, proclamad el ayuno, convocad la reunión. Congregad al pueblo, santificad la asamblea, reunid a los ancianos. Congregad a muchachos y niños de pecho. Salga el esposo de la alcoba, la esposa del tálamo» (vv. 15-16). La dimensión comunitaria es un elemento esencial en la fe y en la vida cristiana. Cristo ha venido «para reunir a los hijos de Dios dispersos» (Jn 11,52). El “nosotros” de la Iglesia es la comunidad en la que Jesús nos reúne (cf. Jn 12,32): la fe es necesariamente eclesial. Y esto es importante recordarlo y vivirlo en este tiempo de cuaresma: que cada uno sea consciente de que el camino penitencial no se afronta en solitario, sino junto a tantos hermanos y hermanas, en la Iglesia.
El profeta, por último, se detiene sobre la oración de los sacerdotes, los cuales, con los ojos llenos de lágrimas, se dirigen a Dios diciendo: «No entregues tu heredad al oprobio, no la dominen los gentiles; no se diga entre las naciones: ¿Dónde está su Dios?» (v.17). Esta oración nos hace reflexionar sobre la importancia del testimonio de fe y vida cristiana de cada uno de nosotros y de nuestras comunidades para mostrar el rostro de la Iglesia y de cómo en ocasiones este rostro es desfigurado. Pienso, en particular, en las culpas contra la unidad de la Iglesia, en las divisiones en el cuerpo eclesial. Vivir la cuaresma en una más intensa y evidente comunión eclesial, superando individualismos y rivalidades, es un signo humilde y precioso para los que están lejos de la fe o son indiferentes.
«Ahora es tiempo favorable, ahora es día de salvación» (2 Cor 6,2). Las palabras del apóstol Pablo a los cristianos de Corinto resuenan también para nosotros con una urgencia que no admite abandonos o apatías. El término «ahora», que se repite varias veces, nos indica que no se puede desperdiciar este momento, que se nos ofrece como una ocasión única e irrepetible. Y la mirada del Apóstol se centra sobre la forma en que Cristo ha querido caracterizar su existencia como un compartir, asumiendo todo lo humano hasta el punto de cargar con el pecado de los hombres. La frase de san Pablo es muy fuerte: «Dios lo hizo expiación por nuestro pecado». Jesús, el inocente, el Santo, «que no había pecado» (2 Cor 5,21), cargó con el peso del pecado compartiendo con la humanidad la consecuencia de la muerte y de una muerte de cruz. La reconciliación que se nos ofrece ha tenido un altísimo precio, el de la cruz levantada en el Gólgota, donde fue colgado el Hijo de Dios hecho hombre. En este descenso de Dios en el sufrimiento humano y en el abismo del mal está la raíz de nuestra justificación. El «retornar a Dios con todo el corazón» de nuestro camino cuaresmal pasa a través de la cruz, del seguir a Cristo por el camino que conduce al Calvario, al don total de sí. Es un camino por el que cada día aprendemos a salir cada vez más de nuestro egoísmo y de nuestra cerrazón, para acoger a Dios que abre y transforma el corazón. Y san Pablo nos recuerda que el anuncio de la Cruz resuena gracias a la predicación de la Palabra, de la que el mismo Apóstol es embajador; un llamamiento a que este camino cuaresmal se caracterice por una escucha más atenta y asidua de la Palabra de Dios, luz que ilumina nuestros pasos.
En el texto del Evangelio de Mateo, que pertenece al denominado Sermón de la Montaña, Jesús se refiere a tres prácticas fundamentales previstas por la ley mosaica: la limosna, la oración y el ayuno; son también indicaciones tradicionales en el camino cuaresmal para responder a la invitación de «retornar a Dios con todo el corazón». Pero lo que Jesús subraya es que lo que caracteriza la autenticidad de todo gesto religioso es la calidad y la verdad de la relación con Dios. Por esto denuncia la hipocresía religiosa, el comportamiento que quiere aparentar, las actitudes que buscan el aplauso y la aprobación. El verdadero discípulo no sirve a sí mismo o al “público”, sino a su Señor, en la sencillez y en la generosidad: «Y tu Padre, que ve en lo escondido, te recompensará» (Mt 6, 4.6.18). Nuestro testimonio, entonces, será más eficaz cuanto menos busquemos nuestra propia gloria y seamos conscientes de que la recompensa del justo es Dios mismo, el estar unidos a él, aquí abajo, en el camino de la fe, y al final de la vida, en la paz y en la luz del encuentro cara a cara con él para siempre (cf. 1 Cor 13,12).
Queridos hermanos y hermanas, iniciamos confiados y alegres el itinerario cuaresmal. Escuchemos con atención la invitación a la conversión, a «retornar a Dios con todo el corazón», acogiendo su gracia que nos hace hombres nuevos, con aquella sorprendente novedad que es participación en la vida misma de Jesús. Que ninguno de nosotros sea sordo a esta llamada, que nos viene también del austero rito, tan simple y al mismo tiempo tan sugerente, de la imposición de la ceniza, que dentro de poco realizaremos. Que nos acompañe en este tiempo la Virgen María, Madre de la Iglesia y modelo de todo auténtico discípulo del Señor. Amén.


Saludo al Santo Padre del Cardenal Tarcisio Bertone, Secretario de Estado, al término de la celebración
 
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SANTA MISA CON LOS MIEMBROS DE LOS INSTITUTOS DE VITA CONSAGRADA
Y DE LAS SOCIEDADES DE VIDA APOSTÓLICA
EN LA FIESTA DE LA PRESENTACIÓN DEL SEÑOR
CON OCASIÓN DE LA XVII JORNADA DE LA VIDA CONSAGRADA


HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Basílica Vaticana
Sábado 2 de Febrero de 2013

Queridos hermanos y hermanas:

En su relato de la infancia de Jesús, san Lucas subraya cuán fieles eran María y José a la ley del Señor. Con profunda devoción llevan a cabo todo lo que se prescribe después del parto de un primogénito varón. Se trata de dos prescripciones muy antiguas: una se refiere a la madre y la otra al niño neonato. Para la mujer se prescribe que se abstenga durante cuarenta días de las prácticas rituales, y que después ofrezca un doble sacrificio: un cordero en holocausto y una tórtola o un pichón por el pecado; pero si la mujer es pobre, puede ofrecer dos tórtolas o dos pichones (cf. Lev 12, 1-8). San Lucas precisa que María y José ofrecieron el sacrificio de los pobres (cf. 2, 24), para evidenciar que Jesús nació en una familia de gente sencilla, humilde pero muy creyente: una familia perteneciente a esos pobres de Israel que forman el verdadero pueblo de Dios. Para el primogénito varón, que según la ley de Moisés es propiedad de Dios, se prescribía en cambio el rescate, establecido en la oferta de cinco siclos, que había que pagar a un sacerdote en cualquier lugar. Ello en memoria perenne del hecho de que, en tiempos del Éxodo, Dios rescató a los primogénitos de los hebreos (cf. Ex 13, 11-16).
Es importante observar que para estos dos actos —la purificación de la madre y el rescate del hijo— no era necesario ir al Templo. Sin embargo María y José quieren hacer todo en Jerusalén, y san Lucas muestra cómo toda la escena converge en el Templo, y por lo tanto se focaliza en Jesús, que allí entra. Y he aquí que, justamente a través de las prescripciones de la ley, el acontecimiento principal se vuelve otro: o sea, la «presentación» de Jesús en el Templo de Dios, que significa el acto de ofrecer al Hijo del Altísimo al Padre que le ha enviado (cf. Lc 1, 32.35).
Esta narración del evangelista tiene su correspondencia en la palabra del profeta Malaquías que hemos escuchado al inicio de la primera lectura: «Voy a enviar a mi mensajero para que prepare el camino ante mí. Enseguida llegará a su santuario el Señor a quien vosotros andáis buscando; y el mensajero de la alianza en quien os regocijáis, mirad que está llegando, dice el Señor del universo... Refinará a los levitas... para que puedan ofrecer al Señor ofrenda y oblación justas» (3, 1.3). Claramente aquí no se habla de un niño, y sin embargo esta palabra halla cumplimiento en Jesús, porque «enseguida», gracias a la fe de sus padres, fue llevado al Templo; y en el acto de su «presentación», o de su «ofrenda» personal a Dios Padre, se trasluce claramente el tema del sacrificio y del sacerdocio, como en el pasaje del profeta. El niño Jesús, que enseguida presentan en el Templo, es el mismo que, ya adulto, purificará el Templo (cf. Jn 2, 13-22; Mc 11, 15-19 y paralelos) y sobre todo hará de sí mismo el sacrificio y el sumo sacerdote de la nueva Alianza.
Esta es también la perspectiva de la Carta a los Hebreos, de la que se ha proclamado un pasaje en la segunda lectura, de forma que se refuerza el tema del nuevo sacerdocio: un sacerdocio —el que inaugura Jesús— que es existencial: «Pues, por el hecho de haber padecido sufriendo la tentación, puede auxiliar a los que son tentados» (Hb 2, 18). Y así encontramos también el tema del sufrimiento, muy remarcado en el pasaje evangélico, cuando Simeón pronuncia su profecía acerca del Niño y su Madre: «Este ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción —y a ti misma [María] una espada te traspasará el alma» (Lc 2, 34-35). La «salvación» que Jesús lleva a su pueblo y que encarna en sí mismo pasa por la cruz, a través de la muerte violenta que Él vencerá y transformará con la oblación de la vida por amor. Esta oblación ya está preanunciada en el gesto de la presentación en el Templo, un gesto ciertamente motivado por las tradiciones de la antigua Alianza, pero íntimamente animado por la plenitud de la fe y del amor que corresponde a la plenitud de los tiempos, a la presencia de Dios y de su Santo Espíritu en Jesús. El Espíritu, en efecto, aletea en toda la escena de la presentación de Jesús en el Templo, en particular en la figura de Simeón, pero también de Ana. Es el Espíritu «Paráclito», que lleva el «consuelo» de Israel y mueve los pasos y el corazón de quienes lo esperan. Es el Espíritu que sugiere las palabras proféticas de Simeón y Ana, palabras de bendición, de alabanza a Dios, de fe en su Consagrado, de agradecimiento porque por fin nuestros ojos pueden ver y nuestros brazos estrechar «su salvación» (cf. 2, 30).
«Luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 2, 32): así Simeón define al Mesías del Señor, al final de su canto de bendición. El tema de la luz, que resuena en el primer y segundo canto del Siervo del Señor, en el Deutero-Isaías (cf. Is 42, 6; 49, 6), está fuertemente presente en esta liturgia. Que de hecho se ha abierto con una sugestiva procesión en la que han participado los superiores y las superioras generales de los institutos de vida consagrada aquí representados, llevando cirios encendidos. Este signo, específico de la tradición litúrgica de esta fiesta, es muy expresivo. Manifiesta la belleza y el valor de la vida consagrada como reflejo de la luz de Cristo; un signo que recuerda la entrada de María en el Templo: la Virgen María, la Consagrada por excelencia, llevaba en brazos a la Luz misma, al Verbo encarnado, que vino para expulsar las tinieblas del mundo con el amor de Dios.
Queridos hermanos y hermanas consagrados: todos vosotros habéis estado representados en esa peregrinación simbólica, que en el Año de la fe expresa más todavía vuestra concurrencia en la Iglesia, para ser confirmados en la fe y renovar el ofrecimiento de vosotros mismos a Dios. A cada uno, y a vuestros institutos, dirijo con afecto mi más cordial saludo y os agradezco vuestra presencia. En la luz de Cristo, con los múltiples carismas de vida contemplativa y apostólica, vosotros cooperáis a la vida y a la misión de la Iglesia en el mundo. En este espíritu de reconocimiento y de comunión, desearía haceros tres invitaciones, a fin de que podáis entrar plenamente por la «puerta de la fe» que está siempre abierta para nosotros (cf. Carta ap. Porta fidei, 1).
Os invito en primer lugar a alimentar una fe capaz de iluminar vuestra vocación. Os exhorto por esto a hacer memoria, como en una peregrinación interior, del «primer amor» con el que el Señor Jesucristo caldeó vuestro corazón, no por nostalgia, sino para alimentar esa llama. Y para esto es necesario estar con Él, en el silencio de la adoración; y así volver a despertar la voluntad y la alegría de compartir la vida, las elecciones, la obediencia de fe, la bienaventuranza de los pobres, la radicalidad del amor. A partir siempre de nuevo de este encuentro de amor, dejáis cada cosa para estar con Él y poneros como Él al servicio de Dios y de los hermanos (cf. Exhort. ap. Vita consecrata, 1).
En segundo lugar os invito a una fe que sepa reconocer la sabiduría de la debilidad. En las alegrías y en las aflicciones del tiempo presente, cuando la dureza y el peso de la cruz se hacen notar, no dudéis de que la kenosi de Cristo es ya victoria pascual. Precisamente en la limitación y en la debilidad humana estamos llamados a vivir la conformación a Cristo, en una tensión totalizadora que anticipa, en la medida posible en el tiempo, la perfección escatológica (ib., 16). En las sociedades de la eficiencia y del éxito, vuestra vida, caracterizada por la «minoridad» y la debilidad de los pequeños, por la empatía con quienes carecen de voz, se convierte en un evangélico signo de contradicción.
Finalmente os invito a renovar la fe que os hace ser peregrinos hacia el futuro. Por su naturaleza, la vida consagrada es peregrinación del espíritu, en busca de un Rostro, que a veces se manifiesta y a veces se vela: «Faciem tuam, Domine, requiram» (Sal 26, 8). Que éste sea el anhelo constante de vuestro corazón, el criterio fundamental que orienta vuestro camino, tanto en los pequeños pasos cotidianos como en las decisiones más importantes. No os unáis a los profetas de desventuras que proclaman el final o el sinsentido de la vida consagrada en la Iglesia de nuestros días; más bien revestíos de Jesucristo y portad las armas de la luz —como exhorta san Pablo (cf. Rm 13, 11-14)—, permaneciendo despiertos y vigilantes. San Cromacio de Aquileya escribía: «Que el Señor aleje de nosotros tal peligro para que jamás nos dejemos apesadumbrar por el sueño de la infidelidad; que nos conceda su gracia y su misericordia para que podamos velar siempre en la fidelidad a Él. En efecto, nuestra fidelidad puede velar en Cristo» (Sermón 32, 4).
Queridos hermanos y hermanas: la alegría de la vida consagrada pasa necesariamente por la participación en la Cruz de Cristo. Así fue para María Santísima. El suyo es el sufrimiento del corazón que se hace todo uno con el Corazón del Hijo de Dios, traspasado por amor. De aquella herida brota la luz de Dios, y también de los sufrimientos, de los sacrificios, del don de sí mismos que los consagrados viven por amor a Dios y a los demás se irradia la misma luz, que evangeliza a las gentes. En esta fiesta os deseo de modo particular a vosotros, consagrados, que vuestra vida tenga siempre el sabor de la parresia evangélica, para que en vosotros la Buena Nueva se viva, testimonie, anuncie y resplandezca como Palabra de verdad (cf. Carta ap. Porta fidei, 6). Amén.



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