lunes, 30 de enero de 2012

BENEDICTO XVI: Ángelus (En.22), Audiencia (En.25), Discursos (En.21 y 20)

ÁNGELUS DEL PAPA BENEDICTO XVI

Plaza del San Pedro
Domingo 22 de Enero de 2012

Queridos hermanos y hermanas:

Este domingo cae en medio de la Semana de oración por la unidad de los cristianos, que se celebra del 18 al 25 de enero. Invito cordialmente a todos a unirse a la oración que Jesús dirigió al Padre en la víspera de su pasión: «Que ellos también sean uno, para que el mundo crea» (Jn 17, 21). Este año en particular, nuestra meditación durante la Semana de oración por la unidad de los cristianos se refiere a un pasaje de la primera carta de san Pablo a los Corintios, del que se formuló el lema:Todos seremos transformados por la victoria de Jesucristo, nuestro Señor (cf. 1 Co 15, 51-58). Estamos llamados a contemplar la victoria de Cristo sobre el pecado y sobre la muerte, es decir, su resurrección, como un acontecimiento que transforma radicalmente a los que creen en él y les abre el acceso a una vida incorruptible e inmortal. Reconocer y aceptar el poder transformador de la fe en Jesucristo sostiene a los cristianos también en la búsqueda de la unidad plena entre ellos.
Este año los materiales para la Semana de oración por la unidad fueron preparados por un grupo polaco. De hecho, Polonia ha tenido una larga historia de luchas valientes contra varias adversidades y ha dado repetidas muestras de una gran determinación, animada por la fe. Por eso las palabras que forman el tema mencionado anteriormente, tienen una resonancia y una fuerza particulares en Polonia. A lo largo de los siglos, los cristianos polacos han intuido de forma espontánea una dimensión espiritual en su deseo de libertad y han comprendido que la verdadera victoria sólo puede alcanzarse si va acompañada de una profunda transformación interior. Ellos nos recuerdan que nuestra búsqueda de unidad se puede realizar de manera realista si el cambio se da ante todo en nosotros mismos y si dejamos que Dios actúe, si nos dejamos transformar a imagen de Cristo, si entramos en la vida nueva en Cristo, que es la verdadera victoria. La unidad visible de todos los cristianos siempre es una obra que viene de lo alto, de Dios, una obra que requiere la humildad de reconocer nuestra debilidad y de acoger el don. Pero, para usar una frase que repetía a menudo el beato Papa Juan Pablo II, todo don se convierte también en un compromiso. La unidad que viene de Dios exige, por lo tanto, nuestro compromiso diario de abrirnos los unos a los otros en la caridad.
Desde hace muchas décadas, la Semana de oración por la unidad de los cristianos constituye un elemento central en la actividad ecuménica de la Iglesia. El tiempo que dedicaremos a la oración por la comunión plena de los discípulos de Cristo, nos permitirá comprender más profundamente cómo seremos transformados por su victoria, por el poder de su resurrección. El próximo miércoles, como es costumbre, vamos a concluir la Semana de oración con la celebración solemne de las Vísperas de la fiesta de la Conversión de San Pablo, en la basílica de San Pablo Extramuros, en la que estarán presentes también los representantes de las otras Iglesias y comunidades cristianas. Espero que acudáis en gran número a ese encuentro litúrgico para renovar juntos nuestra oración al Señor, fuente de unidad. Encomendémosla desde ahora, con confianza filial, a la intercesión de la santísima Virgen María, Madre de la Iglesia.

Después del Ángelus

Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española presentes en este rezo del Ángelus, en particular a los fieles de las parroquias de San Bartolomé y de San Andrés, de Murcia, y a los alumnos y profesores del Instituto Maestro Domingo, de Badajoz. En esta Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos, exhorto a todos a poner los ojos en el triunfo de Cristo, para que la contemplación de la meta de nuestra esperanza dirija nuestras acciones y plegarias, de modo que, dejándonos trasformar por el Señor, podamos un día reunirnos con él en su Reino. Feliz domingo.

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AUDIENCIA GENERAL DEL PAPA BENEDICTO XVI

Palacio Apostólico Vaticano
Sala Pablo VIMiércoles 25 de Enero de 2012

Queridos hermanos y hermanas:
En la catequesis de hoy centramos nuestra atención en la oración que Jesús dirige al Padre en la «Hora» de su elevación y glorificación (cf. Jn 17, 1-26). Como afirma el Catecismo de la Iglesia católica: «La tradición cristiana acertadamente la denomina la oración “sacerdotal” de Jesús. Es la oración de nuestro Sumo Sacerdote, inseparable de su sacrificio, de su “paso” [pascua] hacia el Padre donde él es “consagrado” enteramente al Padre» (n. 2747).
Esta oración de Jesús es comprensible en su extrema riqueza sobre todo si la colocamos en el trasfondo de la fiesta judía de la expiación, el Yom kippur. Ese día el Sumo Sacerdote realiza la expiación primero por sí mismo, luego por la clase sacerdotal y, finalmente, por toda la comunidad del pueblo. El objetivo es dar de nuevo al pueblo de Israel, después de las transgresiones de un año, la consciencia de la reconciliación con Dios, la consciencia de ser el pueblo elegido, el «pueblo santo» en medio de los demás pueblos. La oración de Jesús, presentada en el capítulo 17 del Evangelio según san Juan, retoma la estructura de esta fiesta. En aquella noche Jesús se dirige al Padre en el momento en el que se está ofreciendo a sí mismo. Él, sacerdote y víctima, reza por sí mismo, por los apóstoles y por todos aquellos que creerán en él, por la Iglesia de todos los tiempos (cf. Jn 17, 20).
La oración que Jesús hace por sí mismo es la petición de su propia glorificación, de su propia «elevación» en su «Hora». En realidad es más que una petición y que una declaración de plena disponibilidad a entrar, libre y generosamente, en el designio de Dios Padre que se cumple al ser entregado y en la muerte y resurrección. Esta «Hora» comenzó con la traición de Judas (cf. Jn 13, 31) y culminará en la ascensión de Jesús resucitado al Padre (cf. Jn 20, 17). Jesús comenta la salida de Judas del cenáculo con estas palabras: «Ahora es glorificado el Hijo del hombre, y Dios es glorificado en él» (Jn 13, 31). No por casualidad, comienza la oración sacerdotal diciendo: «Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti» (Jn 17, 1).
La glorificación que Jesús pide para sí mismo, en calidad de Sumo Sacerdote, es el ingreso en la plena obediencia al Padre, una obediencia que lo conduce a su más plena condición filial: «Y ahora, Padre, glorifícame junto a ti con la gloria que yo tenía junto a ti antes que el mundo existiese» (Jn17, 5). Esta disponibilidad y esta petición constituyen el primer acto del sacerdocio nuevo de Jesús, que consiste en entregarse totalmente en la cruz, y precisamente en la cruz —el acto supremo de amor— él es glorificado, porque el amor es la gloria verdadera, la gloria divina.
El segundo momento de esta oración es la intercesión que Jesús hace por los discípulos que han estado con él. Son aquellos de los cuales Jesús puede decir al Padre: «He manifestado tu nombre a los que me diste de en medio del mundo. Tuyos eran, y tú me los diste, y ellos han guardado tu palabra» (Jn 17, 6). «Manifestar el nombre de Dios a los hombres» es la realización de una presencia nueva del Padre en medio del pueblo, de la humanidad. Este «manifestar» no es sólo unapalabra, sino que es una realidad en Jesús; Dios está con nosotros, y así el nombre —su presencia con nosotros, el hecho de ser uno de nosotros— se ha hecho una «realidad». Por lo tanto, esta manifestación se realiza en la encarnación del Verbo. En Jesús Dios entra en la carne humana, se hace cercano de modo único y nuevo. Y esta presencia alcanza su cumbre en el sacrificio que Jesús realiza en su Pascua de muerte y resurrección.
En el centro de esta oración de intercesión y de expiación en favor de los discípulos está la petición de consagración. Jesús dice al Padre: «No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Santifícalos en la verdad: tu palabra es verdad. Como tú me enviaste al mundo, así yo los envío también al mundo. Y por ellos yo me consagro a mí mismo, para que también ellos sean consagrados en la verdad» (Jn 17, 16-19). Pregunto: En este caso, ¿qué significa «consagrar»? Ante todo es necesario decir que propiamente «consagrado» o «santo» es sólo Dios. Consagrar, por lo tanto, quiere decir transferir una realidad —una persona o cosa— a la propiedad de Dios. Y en esto se presentan dos aspectos complementarios: por un lado, sacar de las cosas comunes, separar, «apartar» del ambiente de la vida personal del hombre para entregarse totalmente a Dios; y, por otro, esta separación, este traslado a la esfera de Dios, tiene el significado de «envío», de misión: precisamente porque al entregarse a Dios, la realidad, la persona consagrada existe «para» los demás, se entrega a los demás. Entregar a Dios quiere decir ya no pertenecerse a sí mismo, sino a todos. Es consagrado quien, como Jesús, es separado del mundo y apartado para Dios con vistas a una tarea y, precisamente por ello, está completamente a disposición de todos. Para los discípulos, será continuar la misión de Jesús, entregarse a Dios para estar así en misión para todos. La tarde de la Pascua, el Resucitado, al aparecerse a sus discípulos, les dirá: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» (Jn 20, 21).
El tercer acto de esta oración sacerdotal extiende la mirada hasta el fin de los tiempos. En esta oración Jesús se dirige al Padre para interceder en favor de todos aquellos que serán conducidos a la fe mediante la misión inaugurada por los apóstoles y continuada en la historia: «No sólo por ellos ruego, sino también por los que crean en mí por la palabra de ellos» (Jn 17, 20). Jesús ruega por la Iglesia de todos los tiempos, ruega también por nosotros. El Catecismo de la Iglesia católicacomenta: «Jesús ha cumplido toda la obra del Padre, y su oración, al igual que su sacrificio, se extiende hasta la consumación de los siglos. La oración de la “Hora de Jesús” llena los últimos tiempos y los lleva a su consumación» (n. 2749).
La petición central de la oración sacerdotal de Jesús dedicada a sus discípulos de todos los tiempos es la petición de la futura unidad de cuantos creerán en él. Esa unidad no es producto del mundo, sino que proviene exclusivamente de la unidad divina y llega a nosotros del Padre mediante el Hijo y en el Espíritu Santo. Jesús invoca un don que proviene del cielo, y que tiene su efecto —real y perceptible— en la tierra. Él ruega «para que todos sean uno; como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17, 21). La unidad de los cristianos, por una parte, es una realidad secreta que está en el corazón de las personas creyentes. Pero, al mismo tiempo esa unidad debe aparecer con toda claridad en la historia, debe aparecer para que el mundo crea; tiene un objetivo muy práctico y concreto, debe aparecer para que todos realmente sean uno. La unidad de los futuros discípulos, al ser unidad con Jesús —a quien el Padre envió al mundo—, es también la fuente originaria de la eficacia de la misión cristiana en el mundo.
«Podemos decir que en la oración sacerdotal de Jesús se cumple la institución de la Iglesia... Precisamente aquí, en el acto de la última Cena, Jesús crea la Iglesia. Porque, ¿qué es la Iglesia sino la comunidad de los discípulos que, mediante la fe en Jesucristo como enviado del Padre, recibe su unidad y se ve implicada en la misión de Jesús de salvar el mundo llevándolo al conocimiento de Dios? Aquí encontramos realmente una verdadera definición de la Iglesia.
La Iglesia nace de la oración de Jesús. Y esta oración no es solamente palabra: es el acto en que él se “consagra” a sí mismo, es decir, “se sacrifica” por la vida del mundo» (cf. Jesús de Nazaret, II, 123 s).
Jesús ruega para que sus discípulos sean uno. En virtud de esa unidad, recibida y custodiada, la Iglesia puede caminar «en el mundo» sin ser «del mundo» (cf. Jn 17, 16) y vivir la misión que le ha sido confiada para que el mundo crea en el Hijo y en el Padre que lo envió. La Iglesia se convierte entonces en el lugar donde continúa la misión misma de Cristo: sacar al «mundo» de la alienación del hombre de Dios y de sí mismo, es decir, sacarlo del pecado, para que vuelva a ser el mundo de Dios.
Queridos hermanos y hermanas, hemos comentado sólo algún elemento de la gran riqueza de la oración sacerdotal de Jesús, que os invito a leer y a meditar, para que nos guíe en el diálogo con el Señor, para que nos enseñe a rezar. Así pues, también nosotros, en nuestra oración, pidamos a Dios que nos ayude a entrar, de forma más plena, en el proyecto que tiene para cada uno de nosotros; pidámosle que nos «consagre» a él, que le pertenezcamos cada vez más, para poder amar cada vez más a los demás, a los cercanos y a los lejanos; pidámosle que seamos siempre capaces de abrir nuestra oración a las dimensiones del mundo, sin limitarla a la petición de ayuda para nuestros problemas, sino recordando ante el Señor a nuestro prójimo, comprendiendo la belleza de interceder por los demás; pidámosle el don de la unidad visible entre todos los creyentes en Cristo —lo hemos invocado con fuerza en esta Semana de oración por la unidad de los cristianos—; pidamos estar siempre dispuestos a responder a quien nos pida razón de la esperanza que está en nosotros (cf. 1 P 3, 15). Gracias.

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular, a los grupos provenientes de España, México, Chile y otros países latinoamericanos. Invito a todos a orar como nos enseña Jesús, pidiendo a Dios que manifieste su voluntad en nuestras vidas, nos consagre y abra nuestro corazón al mundo y a la misión. Que el don de la unidad que esta Semana hemos suplicado con insistencia nos ayude a dar razón de nuestra esperanza ante los que nos rodean. Muchas gracias.

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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI 
AL TRIBUNAL DE LA ROTA ROMANA 
POR LA INAUGURACIÓN DEL AÑO JUDICIAL

Palacio Apostólico Vaticano
Sala Clementina
Sábado 21 de Enero de 2012

Queridos componentes del Tribunal de la Rota romana:
Es para mí motivo de alegría recibiros hoy en el encuentro anual con ocasión de la inauguración del año judicial. Dirijo mi saludo al Colegio de los prelados auditores, empezando por el decano, monseñor Antoni Stankiewicz, a quien agradezco sus palabras. Un cordial saludo también a los oficiales, a los abogados, a los demás colaboradores y a todos los presentes. En esta circunstancia renuevo mi estima por el delicado y valioso ministerio que desempeñáis en la Iglesia y que requiere siempre un renovado compromiso por la incidencia que tiene para la salus animarum del pueblo de Dios.
En la cita de este año deseo partir de uno de los importantes acontecimientos eclesiales que viviremos en unos meses: me refiero al Año de la fe, que, tras las huellas de mi venerado predecesor, el siervo de Dios Pablo VI, he querido convocar en el quincuagésimo aniversario de la apertura del concilio ecuménico Vaticano II. Ese gran Pontífice —como escribí en la Carta apostólica de convocatoria— estableció por primera vez un período tal de reflexión «consciente de las graves dificultades del tiempo, sobre todo con respecto a la profesión de la fe verdadera y a su recta interpretación»[1].
Retomando una exigencia similar, pasando al ámbito que afecta más directamente a vuestro servicio en la Iglesia, quiero detenerme hoy en un aspecto primario del ministerio judicial, o sea, la interpretación de la ley canónica en orden a su aplicación[2].
El nexo con el tema al que acabo de aludir —la recta interpretación de la fe— ciertamente no se reduce a una mera asonancia semántica, puesto que el derecho canónico encuentra su fundamento y su sentido mismo en las verdades de fe, y la lex agendi no puede sino reflejar la lex credendi. La cuestión de la interpretación de la ley canónica, por lo demás, constituye un tema muy amplio y complejo respecto al cual me limitaré a algunas observaciones.
Ante todo la hermenéutica del derecho canónico está estrechamente vinculada a la concepción misma de la ley de la Iglesia.
En caso de que se tendiera a identificar el derecho canónico con el sistema de las leyes canónicas, el conocimiento de aquello que es jurídico en la Iglesia consistiría esencialmente en comprender lo que establecen los textos legales. A primera vista este enfoque parece valorar plenamente la ley humana. Pero es evidente el empobrecimiento que comportaría esta concepción: con el olvido práctico del derecho natural y del derecho divino positivo, así como de la relación vital de todo derecho con la comunión y la misión de la Iglesia, el trabajo del intérprete queda privado del contacto vital con la realidad eclesial.
En los últimos tiempos algunas corrientes de pensamiento han puesto en guardia contra el excesivo apego a las leyes de la Iglesia, empezando por los Códigos, juzgándolo, precisamente, como una manifestación de legalismo. En consecuencia, se han propuesto vías hermenéuticas que permiten una aproximación más acorde con las bases teológicas y las intenciones también pastorales de la norma canónica, llevando a una creatividad jurídica en la que cada situación se convertiría en factor decisivo para comprobar el auténtico significado del precepto legal en el caso concreto. La misericordia, la equidad, la oikonomia tan apreciada en la tradición oriental, son algunos de los conceptos a los que se recurre en esa operación interpretativa. Conviene observar inmediatamente que este planteamiento no supera el positivismo que denuncia, limitándose a sustituirlo con otro en el que la obra interpretativa humana se alza como protagonista para establecer lo que es jurídico. Falta el sentido de un derecho objetivo que hay que buscar, pues este queda a merced de consideraciones que pretenden ser teológicas o pastorales, pero al final se exponen al riesgo de la arbitrariedad. De ese modo la hermenéutica legal se vacía: en el fondo no interesa comprender la disposición de la ley, pues esta puede adaptarse dinámicamente a cualquier solución, incluso opuesta a su letra. Ciertamente existe en este caso una referencia a los fenómenos vitales, pero de los que no se capta la dimensión jurídica intrínseca.
Existe otra vía en la que la comprensión adecuada a la ley canónica abre el camino a una labor interpretativa que se inserta en la búsqueda de la verdad sobre el derecho y sobre la justicia en la Iglesia. Como quise evidenciar en el Parlamento federal de mi país, en el Reichstag de Berlín[3], el verdadero derecho es inseparable de la justicia. El principio, obviamente, también vale para la ley canónica, en el sentido de que esta no puede encerrarse en un sistema normativo meramente humano, sino que debe estar unida a un orden justo de la Iglesia, en el que existe una ley superior. En esta perspectiva la ley positiva humana pierde la primacía que se le querría atribuir, pues el derecho ya no se identifica sencillamente con ella; en cambio, en esto la ley humana se valora como expresión de justicia, ante todo por cuanto declara como derecho divino, pero también por lo que introduce como legítima determinación de derecho humano.
Así se hace posible una hermenéutica legal que sea auténticamente jurídica, en el sentido de que, situándose en sintonía con el significado propio de la ley, se puede plantear la cuestión crucial sobre lo que es justo en cada caso. Conviene observar al respecto que, para percibir el significado propio de la ley, es necesario siempre contemplar la realidad que reglamenta, y ello no sólo cuando la ley sea prevalentemente declarativa del derecho divino, sino también cuando introduzca constitutivamente reglas humanas. Estas deben interpretarse también a la luz de la realidad regulada, la cual contiene siempre un núcleo de derecho natural y divino positivo, con el que debe estar en armonía cada norma a fin de que sea racional y verdaderamente jurídica.
En esta perspectiva realista el esfuerzo interpretativo, a veces arduo, adquiere un sentido y un objetivo. El uso de los medios interpretativos previstos por el Código de derecho canónico en el canon 17, empezando por «el significado propio de las palabras, considerado en el texto y en el contexto», ya no es un mero ejercicio lógico. Se trata de una tarea que es vivificada por un auténtico contacto con la realidad global de la Iglesia, que permite penetrar en el verdadero sentido de la letra de la ley. Acontece entonces algo semejante a cuanto he dicho a propósito del proceso interior de san Agustín en la hermenéutica bíblica: «el trascender la letra le hizo creíble la letra misma»[4]. Se confirma así que también en la hermenéutica de la ley el auténtico horizonte es el de la verdad jurídica que hay que amar, buscar y servir.
De ello se deduce que la interpretación de la ley canónica debe realizarse en la Iglesia. No se trata de una mera circunstancia externa, ambiental: es una remisión al propio humus de la ley canónica y de las realidades reguladas por ella. El sentire cum Ecclesia tiene sentido también en la disciplina, a causa de los fundamentos doctrinales que siempre están presentes y operantes en las normas legales de la Iglesia. De este modo hay que aplicar también a la ley canónica la hermenéutica de la renovación en la continuidad de la que hablé refiriéndome al concilio Vaticano II[5], tan estrechamente unido a la actual legislación canónica. La madurez cristiana lleva a amar cada vez más la ley y a quererla comprender y aplicar con fidelidad.
Estas actitudes de fondo se aplican a todas las clases de interpretación: desde la investigación científica sobre el derecho, pasando por la labor de los agentes jurídicos en sede judicial o administrativa, hasta la búsqueda cotidiana de las soluciones justas en la vida de los fieles y de las comunidades. Se necesita espíritu de docilidad para acoger las leyes, procurando estudiar con honradez y dedicación la tradición jurídica de la Iglesia para poderse identificar con ella y también con las disposiciones legales emanadas por los pastores, especialmente las leyes pontificias así como el magisterio sobre cuestiones canónicas, el cual es de por sí vinculante en lo que enseña sobre el derecho[6]. Sólo de este modo se podrán discernir los casos en los que las circunstancias concretas exigen una solución equitativa para lograr la justicia que la norma general humana no ha podido prever, y se podrá manifestar en espíritu de comunión lo que puede servir para mejorar el ordenamiento legislativo.
Estas reflexiones adquieren una relevancia peculiar en el ámbito de las leyes relativas al acto constitutivo del matrimonio y su consumación y a la recepción del Orden sagrado, y de aquellas que corresponden a los procesos respectivos. Aquí la sintonía con el verdadero sentido de la ley de la Iglesia se convierte en una cuestión de amplia y profunda incidencia práctica en la vida de las personas y de las comunidades, y requiere una atención especial. En particular, hay que aplicar todos los medios jurídicamente vinculantes que tienden a asegurar la unidad en la interpretación y en la aplicación de las leyes que la justicia requiere: el magisterio pontificio específicamente concerniente en este campo, contenido sobre todo en los discursos a la Rota romana; la jurisprudencia de la Rota romana, sobre cuya relevancia ya os he hablado[7]; las normas y las declaraciones emanadas por otros dicasterios de la Curia romana. Esta unidad hermenéutica en lo que es esencial no mortifica en modo alguno las funciones de los tribunales locales, llamados a ser los primeros en afrontar las complejas situaciones reales que se dan en cada contexto cultural. Cada uno de ellos, en efecto, debe proceder con un sentido de verdadera reverencia respecto a la verdad del derecho, procurando practicar ejemplarmente, en la aplicación de las instituciones judiciales y administrativas, la comunión en la disciplina, como aspecto esencial de la unidad de la Iglesia.
Antes de concluir este momento de encuentro y de reflexión, deseo recordar la reciente innovación —a la que se ha referido monseñor Stankiewicz— según la cual se han transferido a una Oficina de este Tribunal apostólico las competencias sobre los procedimientos de dispensa del matrimonio rato y no consumado, y las causas de nulidad del Orden sagrado[8]. Estoy seguro de que se dará una generosa respuesta a este nuevo compromiso eclesial.
Alentando vuestra valiosa obra, que requiere un trabajo fiel, cotidiano y comprometido, os encomiendo a la intercesión de la santísima Virgen María, Speculum iustitiae, y de buen grado os imparto la bendición apostólica.


[1] Motu pr. Porta fidei, 11 de octubre de 2011, 5: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 23 de octubre de 2011, p. 3.
[2] Cf. can. 16 § 3 CIC; can. 1498 § 3 CCEO.
[3] Cf. Discurso al Parlamento de la República federal de Alemania, 22 de septiembre de 2011: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 25 de septiembre de 2011, pp. 6-7.
[4] Cf. Exhort. ap. postsinodal Verbum Domini, 30 de septiembre de 2010, 38: AAS 102 (2010) 718, n. 38.
[5] Cf. Discurso a la Curia romana, 22 de diciembre de 2005: AAS 98 (2006) 40-53.
[6] Cf. Juan Pablo II, Discurso a la Rota romana, 29 de enero de 2005, 6: AAS 97 (2005) 165-166.
[7] Cf. Discurso a la Rota romana, 26 de enero de 2008: AAS 100 (2008) 84-88.
[8] Cf. Motu pr. Quaerit semper, 30 de agosto de 2011: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 9 de octubre de 2011, p. 2.

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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI 
A NUMEROSO MIEMBROS DEL CAMINO NEOCATECUMENAL

Palacio Apostólico Vaticano
Sala Pablo VI
Viernes 20 de Enero de 2012

Queridos hermanos y hermanas:
También este año tengo la alegría de poder encontrarme con vosotros y compartir este momento de envío para la misión. Un saludo particular a Kiko Argüello, a Carmen Hernández y a don Mario Pezzi, y un afectuoso saludo a todos vosotros: sacerdotes, seminaristas, familias, formadores y miembros del Camino Neocatecumenal. Vuestra presencia hoy es un testimonio visible de vuestro compromiso gozoso de vivir la fe, en comunión con toda la Iglesia y con el Sucesor de Pedro, y de ser anunciadores valientes del Evangelio.
En el pasaje de san Mateo que hemos escuchado, los Apóstoles reciben un mandato preciso de Jesús: «Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos» (Mt 28, 19). Inicialmente habían dudado, en su corazón todavía había incertidumbre, estupor ante el acontecimiento de la resurrección. Y es Jesús mismo, el Resucitado —destaca el evangelista—, quien se acerca a ellos, les hace sentir su presencia, los envía a enseñar todo lo que les ha comunicado, dándoles una certeza que acompaña a todo anunciador de Cristo: «Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos» (Mt 28, 21). Son palabras que resuenan con fuerza en vuestro corazón. Habéis cantado Resurrexit, que expresa la fe en el Viviente, en aquel que, con un acto supremo de amor, ha vencido el pecado y la muerte y da al hombre, a nosotros, el calor del amor de Dios, la esperanza de ser salvados, un futuro de eternidad.
Durante estos decenios de vida del Camino uno de vuestros compromisos firmes ha sido proclamar a Cristo resucitado, responder a sus palabras con generosidad, abandonando a menudo seguridades personales y materiales, dejando incluso el propio país, y afrontando situaciones nuevas y no siempre fáciles. Llevar a Cristo a los hombres y llevar a los hombres a Cristo: esto es lo que anima toda obra evangelizadora. Vosotros lo realizáis en un camino que ayuda a quien ya ha recibido el Bautismo a redescubrir la belleza de la vida de fe, la alegría de ser cristiano. El «seguir a Cristo» exige la aventura personal de su búsqueda, de ir con él, pero implica también salir del encierro del yo, romper el individualismo que a menudo caracteriza a la sociedad de nuestro tiempo, para sustituir el egoísmo con la comunidad del hombre nuevo en Jesucristo. Y esto se realiza en una profunda relación personal con él, en la escucha de su Palabra, recorriendo el camino que nos ha indicado, pero también se lleva a cabo, inseparablemente, al creer con su Iglesia, con los santos, en los que se da a conocer siempre nuevamente el verdadero rostro de la Esposa de Cristo.
Como sabemos, este compromiso no siempre es fácil. A veces estáis presentes en lugares donde es necesario un primer anuncio del Evangelio, la missio ad gentes; a menudo, en cambio, en regiones que, aun habiendo conocido a Cristo, se han vuelto indiferentes a la fe: el laicismo ha eclipsado el sentido de Dios y oscurecido los valores cristianos. Allí vuestro compromiso y vuestro testimonio han de ser como la levadura que, con paciencia, respetando los tiempos, con sensus Ecclesiae,hace crecer toda la masa. La Iglesia ha reconocido en el Camino un don particular que el Espíritu Santo ha dado a nuestro tiempo, y la aprobación de los Estatutos y del «Directorio catequístico» son un signo de ello. Os animo a dar vuestra original contribución a la causa del Evangelio. En vuestra valiosa obra buscad siempre una profunda comunión con la Sede Apostólica y con los pastores de las Iglesias particulares, en las que estáis insertados: la unidad y la armonía del Cuerpo eclesial son un importante testimonio de Cristo y de su Evangelio en el mundo en que vivimos.
Queridas familias, la Iglesia os da las gracias; os necesita para la nueva evangelización. La familia es una célula importante para la comunidad eclesial, donde se forma la vida humana y cristiana. Con gran alegría veo a vuestros hijos, muchos niños que os miran a vosotros, queridos padres, que miran vuestro ejemplo. Un centenar de familias están a punto de partir para doce misiones ad gentes. Os invito a no tener miedo: quien lleva el Evangelio jamás está solo. Saludo con afecto a los sacerdotes y a los seminaristas: amad a Cristo y a la Iglesia, transmitid la alegría de haberlo encontrado y la belleza de haberle dado todo. Saludo también a los itinerantes, a los responsables y a todas las comunidades del Camino. Seguid siendo generosos con el Señor: os dará siempre su consuelo.
Hace unos momentos se os ha leído el Decreto con el que se aprueban las celebraciones presentes en el «Directorio catequístico del Camino neocatecumenal», que no son estrictamente litúrgicas, pero forman parte del itinerario de crecimiento en la fe. Es otro elemento que os muestra cómo la Iglesia os acompaña con atención en un discernimiento paciente, que comprende vuestra riqueza, pero que también tiene en cuenta la comunión y la armonía de todo el Corpus Ecclesiae.
Este hecho me brinda la ocasión para una breve reflexión sobre el valor de la liturgia. El concilio Vaticano II la define como la obra de Cristo sacerdote y de su cuerpo, que es la Iglesia (cf.Sacrosanctum Concilium, 7). A simple vista, esto podría parecer extraño, porque da la impresión de que la obra de Cristo designa las acciones redentoras históricas de Jesús, su pasión, muerte y resurrección. ¿En qué sentido, entonces, la liturgia es obra de Cristo? La pasión, muerte y resurrección de Jesús no son sólo acontecimientos históricos; alcanzan y penetran la historia, pero la trascienden y permanecen siempre presentes en el corazón de Cristo. En la acción litúrgica de la Iglesia está la presencia activa de Cristo resucitado, que hace presente y eficaz para nosotros hoy el mismo Misterio pascual, para nuestra salvación; nos atrae en este acto de entrega de sí mismo que en su corazón siempre está presente y nos hace participar en esta presencia del Misterio pascual. Esta obra del Señor Jesús, que es el verdadero contenido de la liturgia; este entrar en la presencia del Misterio pascual, es también obra de la Iglesia, que, al ser su cuerpo, es un único sujeto con Cristo —Christus totus caput et corpus—, dice san Agustín. En la celebración de los sacramentos, Cristo nos sumerge en el Misterio pascual para hacernos pasar de la muerte a la vida, del pecado a la vida nueva en Cristo.
Esto vale de modo muy especial para la celebración de la Eucaristía, que, al ser el culmen de la vida cristiana, es también el centro de su redescubrimiento, al que tiende el neocatecumenado. Como rezan vuestros Estatutos, «la Eucaristía es esencial para el neocatecumenado, puesto que es catecumenado posbautismal, vivido en pequeñas comunidades» (art. 13 § 1). Precisamente para favorecer un nuevo acercamiento a la riqueza de la vida sacramental por parte de personas que se han alejado de la Iglesia, o no han recibido una formación adecuada, los neocatecumenales pueden celebrar la Eucaristía dominical en pequeñas comunidades, después de las primeras Vísperas del domingo, según las disposiciones del obispo diocesano (cf. Estatutos, art. 13 § 2). Pero toda celebración eucarística es una acción del único Cristo juntamente con su única Iglesia, y por eso mismo está abierta esencialmente a todos los que pertenecen a su Iglesia. Este carácter público de la sagrada Eucaristía se expresa en el hecho de que toda celebración de la santa misa es dirigida, en última instancia, por el obispo como miembro del Colegio episcopal, responsable de una determinada Iglesia local (cf. Lumen gentium, 26). La celebración en pequeñas comunidades, regulada por los libros litúrgicos, que hay que seguir fielmente, y con las particularidades aprobadas en los Estatutos del Camino, tiene como finalidad ayudar a cuantos recorren el itinerario neocatecumenal a percibir la gracia de estar insertados en el misterio salvífico de Cristo, que hace posible un testimonio cristiano capaz de asumir también los rasgos de la radicalidad. Al mismo tiempo, la maduración progresiva de la persona y de la pequeña comunidad en la fe debe favorecer su inserción en la vida de la gran comunidad eclesial, que tiene su forma ordinaria en la celebración litúrgica de la parroquia, en la cual y por la cual se actúa el Neocatecumenado (cf. Estatutos, art. 6). Pero también durante el camino es importante no separarse de la comunidad parroquial, precisamente en la celebración de la Eucaristía, que es el verdadero lugar de la unidad de todos, donde el Señor nos abraza en los diversos estados de nuestra madurez espiritual y nos une en el único pan, que nos hace un único cuerpo (cf. 1 Co 10, 16 s).
¡Ánimo! El Señor os acompaña siempre, y también yo os aseguro mi oración y os agradezco las numerosas muestras de cercanía. Os pido que también os acordéis de mí en vuestras oraciones. Que la santísima Virgen María os asista con su mirada maternal, y os sostenga mi bendición apostólica, que extiendo a todos los miembros del Camino. Gracias.

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Comentario de la Intención Misionera de Benedicto XVI para Febrero 2012

"Para que el Señor sostenga el esfuerzo de los trabajadores de la salud en su servicio a los enfermos y ancianos de las regiones más pobres"

CIUDAD DEL VATICANO  (Agencia Fides 30/01/2012).  "Porque estuve enfermo y me visitasteis" (Mt 25). Estas palabras del Señor han llevado a los creyentes a tener una especial sensibilidad por los que sufren a causa de la enfermedad o la edad avanzada, reconociendo en ellos la presencia viva de Cristo. Si en los países pobres la vida es difícil para todos, lo es mucho más para aquellos que sufren el dolor físico o el abandono en la ancianidad.

Probablemente, incluso más doloroso que el mismo dolor físico sea el dolor moral por el abandono en que se encuentran muchos hermanos nuestros. ¿Quién no se ha sentido tocado en lo más íntimo viendo en algún reportaje el trabajo de religiosas misioneras recogiendo seres humanos tirados en las calles y comidos por la miseria? ¿No han sido ellas y tantos como ellas, un testimonio viviente de Cristo, el Buen Samaritano? 
Corremos el peligro de contagiarnos con el individualismo egoísta que impera por doquier en nuestra sociedad. Cada cual tiende a pensar solamente en sí mismo, argumentando que el sufrimiento ajeno no es su problema. 

Según S.S. Benedicto XVI, la grandeza de la humanidad está determinada esencialmente por su relación con el sufrimiento y con el que sufre, y "esto es válido tanto para el individuo como para la sociedad. Una sociedad que no logra aceptar a los que sufren y no es capaz de contribuir mediante la compasión a que el sufrimiento sea compartido y sobrellevado también interiormente, es una sociedad cruel e inhumana" (Spe salvi, 38).

De alguna manera, las personas que se dedican a la hermosa y difícil tarea de atender a los enfermos y ancianos son una especie de encarnación de Cristo misericordioso y compasivo. Ellos prolongan en el mundo su ternura hacia los que sufren. En muchos lugares de los Evangelios vemos al Señor conmovido profundamente por el dolor ajeno, ante la presencia del sufrimiento físico o moral. Más aún, Cristo ha asumido sobre sus hombros el dolor y las heridas morales y físicas del hombre, de todo hombre, y lo ha subido con él a la cruz. Como dice San Pedro: "Por sus llagas habéis sido curados" (1 Pe 2, 24). Dios manifiesta su grandeza porque se abaja hasta tomar sobre sí el dolor y el sufrimiento de los hombres. En palabras del Papa: "Sólo un Dios que nos ama hasta tomar sobre sí nuestras heridas y nuestro dolor, sobre todo el inocente, es digno de fe" (Mensaje Urbi et orbi, Pascua de 2007).

Aquellos que saben tomar sobre sus hombros el dolor de los enfermos y los abandonados, se convierten en presencia viva de Cristo, en testigos de su amor por los hombres. Y junto al testimonio del servicio compasivo, los misioneros deben realizar un servicio aún mayor: ayudar a los que sufren a descubrir el sentido y el para qué de su dolor. El Pontífice decía a los jóvenes que viven la experiencia de la enfermedad: "A menudo la cruz nos da miedo, porque parece ser la negación de la vida. En realidad, es exactamente al contrario. La cruz es el 'sí' de Dios al hombre, la expresión más alta y más intensa de su amor y la fuente de la que brota la vida eterna. Del corazón traspasado de Jesús brotó esta vida divina siempre disponible para quienes aceptan alzar los ojos hacia el Crucificado" (Mensaje para la JMJ 2011, n. 3).
 
María es la Madre del Crucificado, la que estuvo con esperanza y fortaleza en la fe al pie de la cruz del Hijo. Ella estará siempre junto a la cruz y el dolor de todos sus hijos, sobre quienes ejerce la nueva misión materna recibida en el Calvario. Como Madre de la Esperanza nos enseña a transformar el dolor en trasunto de alegría sin fin, ya que los sufrimientos del tiempo presente no pesan lo que la gloria que un día se nos descubrirá.

Audiencias diarias de Benedicto 16 (Lunes 30 de Enero)

CIUDAD DEL VATICANO, 30 ENE 2012 (VIS).-  El Santo Padre Benedicto XVI recibió este lunes en el Palacio Apostólico Vaticano en Audiencias Separadas a:

- Arzobispo Fernando Filoni, Prefecto de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos.

- Obispo Javier Echevarría Rodríguez, Prelado del Opus Dei.

- Padre Richard Schenk, O.P., Presidente de la "Katholische Universität Eiehsttät-Ingolstadt".

S.S. Benedicto XVI: "En la lógica de Dios, la autoridad no es poder sino servicio"

CIUDAD DEL VATICANO, 30 ENE 2012 (VIS).-  Como todos los domingos, el Santo Padre Benedicto XVI se asomó ayer a mediodía a la ventana de su estudio, en el Palacio Apostólico, para rezar el Ángelus con los peregrinos reunidos en la Plaza de San Pedro. Entre ellos, estuvieron presentes los niños de la Acción Católica de la diócesis de Roma, que dedican el mes de Enero al tema de la paz; al término de la oración mariana, dos de estos niños leyeron un mensaje y liberaron dos palomas, símbolo de paz, desde la ventana del Papa.

  S.S. Benedicto XVI introdujo el rezo del Ángelus con una breve reflexión sobre la lectura evangélica de hoy, en la que San Marcos narra la predicación de Jesús en la sinagoga de Cafarnaún, con la curación de un hombre poseído por un "espíritu impuro" que reconoce al Mesías. "En poco tiempo -explicó el Papa- la fama de Jesús se difunde por toda la región, que Él recorre anunciando el Reino de Dios y curando enfermos de todo tipo: palabra y acción. (...) La palabra que Jesús dirige a los hombres abre inmediatamente el acceso a la voluntad del Padre y a la verdad sobre sí mismos. (...) Además, Jesús une a la eficacia de la palabra la de los signos de liberación del mal. (...) La autoridad divina (...) es el poder del amor de Dios que crea el universo y, encarnándose en el Hijo Unigénito, descendiendo hasta nuestra humanidad, sana el mundo corrompido por el pecado".

  El Santo Padre observó que, a menudo, la autoridad significa para el hombre "poder, dominio, éxito". En cambio, "para Dios la autoridad significa servicio, humildad, amor; significa entrar en la lógica de Jesús que se inclina a lavar los pies de los discípulos, que busca el verdadero bien del hombre, que cura las heridas, que es capaz de un amor tan grande como para dar la vida, porque es el Amor. (...) Invoquemos con fe a María Santísima para que guíe nuestros corazones hacia la misericordia divina, que libera y sana nuestra humanidad, colmándola de gracia y benevolencia con la potencia del amor".

  Después del Ángelus, Benedicto XVI recordó tres eventos que se celebraron ayer doingo. En primer lugar, en Viena, la beatificación de Hildegard Burjan, "laica, madre de familia, que vivió entre los siglos XIX y XX, fundadora de la Sociedad de las Hermanas de la 'Caritas Socialis'. Alabemos al Señor -dijo el Papa- por este hermoso testimonio del Evangelio".

  Asimismo, este domingo es la Jornada Mundial de los Enfermos de lepra. Benedicto XVI les manifestó su cercanía y apoyo: "Al saludar a la Asociación Italiana Amigos de Raoul Follereau, quiero hacer llegar mi apoyo a todas las personas afectadas por esta enfermedad, así como a quienes les asisten y, de diversos modos, trabajan con empeño para erradicar la pobreza y la marginación, verdaderas causas de la persistencia de esta enfermedad"

  En tercer lugar, también se celebró la Jornada internacional de intercesión por la paz en Tierra Santa: "En profunda comunión con el Patriarca Latino de Jerusalén y con el Custodio de Tierra Santa, invoquemos el don de la paz para aquella Tierra bendecida por Dios".

  El Pontífice saludó también a los peregrinos en varias lenguas. Dirigiéndose a los fieles polacos, recordó que el próximo jueves, día 2, se celebra la Jornada de la Vida Consagrada: "Agradecidos a los religiosos y religiosas por su ministerio de oración, y por la actividad caritativa y apostólica de la Iglesia, oremos por las nuevas vocaciones. Que el Espíritu Santo suscite en muchos corazones el deseo de dedicarse totalmente a Cristo."

Estas fueron sus palabras en castellano:

"Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española presentes en esta oración mariana, en particular a los alumnos del Instituto Diego Sánchez, de Talavera la Real, del Colegio San Atón, de Badajoz, así como a los fieles procedentes de Valencia, Cádiz, Ceuta y Jérez. Con el salmista invito a todos a escuchar la voz de Dios y a no endurecer el corazón. Busquemos tiempo para meditar cuanto el Señor nos propone en la divina Palabra y respondamos a ella con una oración sincera, constante y humilde. De ahí sacaremos fuerzas para afrontar las dificultades de la vida y servir con sencillez a los que nos rodean, sobre todo a quienes pasan por pruebas diversas. Feliz Domingo".

Telegramas por el fallecimiento ex Presidente italiano Scalfaro

CIUDAD DEL VATICANO, 30 ENE 2012 (VIS).-  S.S. Benedicto XVI envió un telegrama de pésame a Marianna Scalfaro por el fallecimiento de su padre, Oscar Luigi Scalfaro, Presidente Emérito de la República Italiana, ayer 29 de Enero a los 93 años. El Santo Padre manifiesta su cercanía espiritual en este momento de dolor, y añade:

  "Deseo ofrecerle mi más sentido pésame y asegurarle mi sincera participación en el grave luto que afecta también a toda la nación italiana. Recordando con vivo afecto y con especial gratitud a este ilustre hombre de Estado católico, magistrado integérrimo y fidelísimo servidor de las instituciones, que en las responsabilidades públicas desempeñadas se esforzó por la promoción del bien común y de los perennes valores ético-religiosos cristianos propios de la tradición histórica y civil de Italia, elevo fervientes oraciones de sufragio invocando para su alma de la divina bondad, por intercesión de la Virgen María, que veneró especialmente, la paz eterna; e imparto de corazón, a Vd. y a todos sus familiares, la confortante bendición apostólica".

  Por su parte, el Cardenal Secretario de Estado, Tarcisio Bertone, ha enviado un telegrama al actual Presidente de la República Italiana, Giorgio Napolitano, en nombre del Papa, en el que recuerda brevemente la figura de Scalfaro y hace llegar su pésame a toda la nación italiana.