viernes, 30 de septiembre de 2011

Viaje Apostólico de S.S. Benedicto XVI a Alemania (V)

                                   VIAJE APOSTÓLICO DEL PAPA BENEDICTO XVI
                                                                    A ALEMANIA
                                                           SEPTIEMBRE 22 al 25 de 2011

SANTA MISA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Aeropuerto turístico de Friburgo de Brisgovia
Domingo 25 de Septiembre de 2011
 
Queridos hermanos y hermanas
Me emociona celebrar aquí la Eucaristía, la Acción de Gracias, con tanta gente llegada de distintas partes de Alemania y de los países limítrofes. Dirijamos nuestro agradecimiento sobre todo a Dios, en el cual vivimos, nos movemos y existimos (cf. Hch 17,28). Pero quisiera también daros las gracias a todos vosotros por vuestra oración por el Sucesor de Pedro, para que siga ejerciendo su ministerio con alegría y confiada esperanza, confirmando a los hermanos en la fe.
“Oh Dios, que manifiestas especialmente tu poder con el perdón y la misericordia…”, hemos dicho en la oración colecta del día. Hemos escuchado en la primera lectura cómo Dios ha manifestado en la historia de Israel el poder de su misericordia. La experiencia del exilio en Babilonia había hecho caer al pueblo en una profunda crisis de fe: ¿Por qué sobrevino esta calamidad? ¿Acaso Dios no era verdaderamente poderoso?
Ante todas las cosas terribles que suceden hoy en el mundo, hay teólogos que dicen que Dios de ningún modo puede ser omnipotente. Frente a esto, nosotros profesamos nuestra fe en Dios Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra. Y nos alegramos y agradecemos que Él sea omnipotente. Pero, al mismo tiempo, debemos darnos cuenta de que Él ejerce su poder de manera distinta a como nosotros, los hombres, solemos hacer. Él mismo ha puesto un límite a su poder al reconocer la libertad de sus criaturas. Estamos alegres y reconocidos por el don de la libertad. Pero cuando vemos las cosas tremendas que suceden por su causa, nos asustamos. Fiémonos de Dios, cuyo poder se manifiesta sobre todo en la misericordia y el perdón. Y, queridos fieles, no lo dudemos: Dios desea la salvación de su pueblo. Desea nuestra salvación, mi salvación, la salvación de cada uno. Siempre, y sobre todo en tiempos de peligro y de cambio radical, Él nos es cercano y su corazón se conmueve por nosotros, se inclina sobre nosotros. Para que el poder de su misericordia pueda tocar nuestros corazones, es necesario que nos abramos a Él, se necesita la libre disponibilidad para abandonar el mal, superar la indiferencia y dar cabida a su Palabra. Dios respeta nuestra libertad. No nos coacciona. Él espera nuestro “sí” y, por decirlo así, lo mendiga.
Jesús retoma en el Evangelio este tema fundamental de la predicación profética. Narra la parábola de los dos hijos enviados por el padre a trabajar en la viña. El primer hijo responde: “«No quiero». Pero después se arrepintió y fue” (Mt 21, 29). El otro, sin embargo, dijo al padre: “«Voy, señor». Pero no fue” (Mt 21, 30). A la pregunta de Jesús sobre quién de los dos ha hecho la voluntad del padre, los que le escuchaban responden justamente: “El primero” (Mt 21, 31). El mensaje de la parábola está claro: no cuentan las palabras, sino las obras, los hechos de conversión y de fe. Jesús – lo hemos oído – dirige este mensaje a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo de Israel, es decir, a los expertos en religión de su pueblo. En un primer momento, ellos dicen “sí” a la voluntad de Dios. Pero su religiosidad acaba siendo una rutina, y Dios ya no los inquieta. Por esto perciben el mensaje de Juan el Bautista y de Jesús como una molestia. Así, el Señor concluye su parábola con palabras drásticas: “Los publicanos y las prostitutas van por delante de vosotros en el Reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros enseñándoos el camino de la justicia y no le creísteis; en cambio, los publicanos y las prostitutas le creyeron. Y, aun después de ver esto, vosotros no os arrepentisteis ni le creísteis” (Mt 21, 31-32). Traducida al lenguaje de nuestro tiempo, la afirmación podría sonar más o menos así: los agnósticos que no encuentran paz por la cuestión de Dios; los que sufren a causa de sus pecados y tienen deseo de un corazón puro, están más cerca del Reino de Dios que los fieles rutinarios, que ven ya solamente en la Iglesia el sistema, sin que su corazón quede tocado por esto: por la fe.
De este modo, la palabra nos debe hacer reflexionar mucho, es más, nos debe impactar a todos. Sin embargo, esto no significa en modo alguno que se deba considerar a todos los que viven en la Iglesia y trabajan en ella como alejados de Jesús y del Reino de Dios. Absolutamente no. No, este el momento de decir más bien una palabra de profundo agradecimiento a tantos colaboradores, empleados y voluntarios, sin los cuales sería impensable la vida en las parroquias y en toda la Iglesia. La Iglesia en Alemania tiene muchas instituciones sociales y caritativas, en las cuales el amor al prójimo se lleva a cabo de una forma también socialmente eficaz y que llega a los confines de la tierra. Quisiera expresar en este momento mi gratitud y aprecio a todos los que colaboran en Caritas alemana u otras organizaciones, o que ponen generosamente a disposición su tiempo y sus fuerzas para las tareas de voluntariado en la Iglesia. Este servicio requiere ante todo una competencia objetiva y profesional. Pero en el espíritu de la enseñanza de Jesús se necesita algo más: un corazón abierto, que se deja conmover por el amor de Cristo, y así presta al prójimo que nos necesita más que un servicio técnico: amor, con el que se muestra al otro el Dios que ama, Cristo. Entonces, también a partir de Evangelio de hoy, preguntémonos: ¿Cómo es mi relación personal con Dios en la oración, en la participación en la Misa dominical, en la profundización de la fe mediante la meditación de la Sagrada Escritura y el estudio del Catecismo de la Iglesia Católica? Queridos amigos, en último término, la renovación de la Iglesia puede llevarse a cabo solamente mediante la disponibilidad a la conversión y una fe renovada. 
En el Evangelio de este domingo – lo hemos oído – se habla de dos hijos, pero tras los cuales hay misteriosamente un tercero. El primer hijo dice no, pero después hace lo que se le ordena. El segundo dice sí, pero no cumple la voluntad del padre. El tercero dice “sí” y hace lo que se le ordena. Este tercer hijo es el Hijo unigénito de Dios, Jesucristo, que nos ha reunido a todos aquí. Jesús, entrando en el mundo, dijo: “He aquí que vengo... para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad” (Hb 10, 7). Este “sí”, no solamente lo pronunció, sino que también lo cumplió y lo sufrió hasta en la muerte. En el himno cristológico de la segunda lectura se dice: “El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres. Y así, reconocido como hombre por su presencia, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte y una muerte de cruz” (Flp 2, 6-8). Jesús ha cumplido la voluntad del Padre en humildad y obediencia, ha muerto en la cruz por sus hermanos y hermanas – por nosotros – y nos ha redimido de nuestra soberbia y obstinación. Démosle gracias por su sacrificio, doblemos las rodillas ante su Nombre y proclamemos junto con los discípulos de la primera generación: “Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre” (Flp 2, 10).
La vida cristiana debe medirse continuamente con Cristo: “Tened entre vosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús” (Flp 2, 5), escribe san Pablo en la introducción al himno cristológico. Y algunos versículos antes, él ya nos exhorta: “Si queréis darme el consuelo de Cristo y aliviarme con vuestro amor, si nos une el mismo Espíritu y tenéis entrañas compasivas, dadme esta gran alegría: manteneos unánimes y concordes con un mismo amor y un mismo sentir” (Flp 2, 1-2). Así como Cristo estaba totalmente unido al Padre y le obedecía, así sus discípulos deben obedecer a Dios y tener entre ellos un mismo sentir. Queridos amigos, con Pablo me atrevo a exhortaros: Dadme esta gran alegría estando firmemente unidos a Cristo. La Iglesia en Alemania superará los grandes desafíos del presente y del futuro y seguirá siendo fermento en la sociedad, si los sacerdotes, las personas consagradas y los laicos que creen en Cristo, fieles a su vocación especifica, colaboran juntos; si las parroquias, las comunidades y los movimientos se sostienen y se enriquecen mutuamente; si los bautizados y confirmados, en comunión con su obispo, tienen alta la antorcha de una fe inalterada y dejan que ella ilumine sus ricos conocimientos y capacidades. La Iglesia en Alemania seguirá siendo una bendición para la comunidad católica mundial si permanece fielmente unida a los sucesores de san Pedro y de los Apóstoles, si de diversos modos cuida la colaboración con los países de misión y se deja también “contagiar” en esto por la alegría en la fe de las iglesias jóvenes.
Pablo une la llamada a la humildad con la exhortación a la unidad. Y dice: “No obréis por rivalidad ni por ostentación, considerando por la humildad a los demás superiores a vosotros. No os encerréis en vuestros intereses, sino buscad todos el interés de los demás” (Flp 2, 3-4). La vida cristiana es una pro-existencia: un ser para el otro, un compromiso humilde para con el prójimo y con el bien común. Queridos fieles, la humildad es una virtud que en el mundo de hoy y, en general, de todos los tiempos, no goza de gran estima, pero los discípulos del Señor saben que esta virtud es, por decirlo así, el aceite que hace fecundos los procesos de diálogo, posible la colaboración y cordial la unidad. Humilitas, la palabra latina para “humildad”, está relacionada con humus, es decir con la adherencia a la tierra, a la realidad. Las personas humildes tienen los pies en la tierra. Pero, sobre todo, escuchan a Cristo, la Palabra de Dios, que renueva sin cesar a la Iglesia y a cada uno de sus miembros.
Pidamos a Dios el ánimo y la humildad de avanzar por el camino de la fe, de alcanzar la riqueza de su misericordia y de tener la mirada fija en Cristo, la Palabra que hace nuevas todas las cosas, que para nosotros es “Camino, Verdad y Vida” (Jn 14, 6), que es nuestro futuro. Amén.
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ÁNGELUS DEL PAPA BENEDICTO XVI
Aeropuerto turístico de Friburgo de Brisgovia
Domingo 25 de Septiembre de 2011

Queridos hermanos y hermanas
 
Concluimos ahora esta Santa Misa solemne con el Angelus. Esta plegaria nos recuerda siempre el comienzo histórico de nuestra salvación. El arcángel Gabriel presenta a la Virgen María el plan de la salvación de Dios, según el cual Ella se convertiría en la Madre del Redentor. María se turbó ante estas palabras, pero el Ángel del Señor la consoló diciendo: “No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios”.  De esta forma, María pronuncia su gran “sí”. Este “sí” a ser sierva del Señor es la afirmación confiada al designio de Dios y a nuestra salvación. Y, finalmente, María nos dice este “sí” a todos nosotros, que bajo la cruz fuimos confiados como hijos suyos (cf. Jn 19, 27). Nunca pone en duda esta promesa. Por eso se le llama feliz, más aún, bienaventurada porque creyó en el cumplimiento de lo que le había dicho el Señor (cf. Lc 1, 45). Recitando ahora este saludo del Angelus, podemos unirnos a este “sí” de María y adherirnos con confianza a la belleza del plan de Dios y de la providencia que Él, en su gracia, nos ha preparado. Entonces, el amor de Dios se hará carne, por decirlo así, también en nuestra vida, tomará cada vez más forma. En medio de todas nuestras preocupaciones, no debemos tener miedo. Dios es bueno. Al mismo tiempo, podemos sentirnos sostenidos por la compañía de tantos fieles de todo el mundo que ahora rezan el Angelus con nosotros, a través de la radio y la televisión.
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ENCUENTRO CON LOS CATÓLICOS COMPROMETIDOS EN LA IGLESIA
Y LA SOCIEDAD
DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Konzerthaus de Friburgo de Brisgovia
Domingo 25 de Septiembre de 2011

Ilustre Señor Presidente Federal
Señor Presidente de Ministros
Señor Alcalde
Ilustres señoras y señores 

Queridos hermanos en el episcopado y el sacerdocio,

Me alegra tener este encuentro con ustedes, que están comprometidos de muchas maneras con la Iglesia y la sociedad. Esto me ofrece una ocasión de agradecerles personalmente y de todo corazón su servicio y testimonio como “valerosos pregoneros de la fe y de las cosas que esperamos” (Lumen gentium, 35), como el Concilio Vaticano II define a quienes, basándose en la fe, se preocupan como ustedes del presente y del futuro. En sus ambientes de trabajo defienden con entusiasmo la causa de la fe y de la Iglesia, algo que verdaderamente –como sabemos– no es siempre fácil en el tiempo actual.
Desde hace decenios, asistimos a una disminución de la práctica religiosa, constatamos un creciente distanciamiento de una notable parte de los bautizados de la vida de la Iglesia. Surge, pues, la pregunta: ¿Acaso no debe cambiar la Iglesia? ¿No debe, tal vez, adaptarse al tiempo presente en sus oficios y estructuras, para llegar a las personas de hoy que se encuentran en búsqueda o en duda?
A la beata Madre Teresa le preguntaron una vez cuál sería, según ella, lo primero que se debería cambiar en la Iglesia. Su respuesta fue: Usted y yo.
Este pequeño episodio pone de relieve dos cosas: por un lado, la Religiosa quiere decir a su interlocutor que la Iglesia no son sólo los demás, la jerarquía, el Papa y los obispos; la Iglesia somos todos nosotros, los bautizados. Por otro lado, parte del presupuesto de que efectivamente hay  motivos para un cambio, de que existe esa necesidad. Cada cristiano y la comunidad de los creyentes en su conjunto están llamados a una conversión continua.
¿Cómo se debe configurar concretamente este cambio? ¿Se trata tal vez de una renovación como la que emprende, por ejemplo, un propietario mediante la reestructuración o pintura de su edificio? ¿O acaso se trata de una corrección, para retomar el rumbo y recorrer de modo más directo y expeditivo un camino? Ciertamente, estos y otros aspectos tienen importancia, y aquí no podemos afrontarlos todos. Pero por lo que se refiere al motivo fundamental del cambio, éste consiste en la misión apostólica de los discípulos y de la Iglesia misma.
En efecto, la Iglesia debe verificar constantemente su fidelidad a esta misión. Los tres Evangelios sinópticos destacan distintos aspectos del envío a la misión: la misión se basa ante todo en una experiencia personal: “Vosotros sois testigos” (Lc 24, 48); se expresa en relaciones: “Haced discípulos a todos los pueblos” (Mt 28, 19); trasmite un mensaje universal: “Proclamad el Evangelio a toda la creación” (Mc 16, 15). Sin embargo, a causa de las pretensiones y de los condicionamientos del mundo, este testimonio viene repetidamente ofuscado, alienadas las relaciones y relativizado el mensaje. Si después la Iglesia, como dice el Papa Pablo VI, “trata de adaptarse a aquel modelo que Cristo le propone, es necesario que ella se diferencie profundamente del ambiente humano en el cual vive y al cual se aproxima” (Carta encíclica Ecclesiam suam, 24). Para cumplir su misión, deberá continuamente también tomar distancias respecto a su entorno, deberá, por decirlo así, desligarse del mundo.
En efecto, la misión de la Iglesia se deriva del misterio del Dios uno y trino, del misterio de su amor creador. Y el amor no está presente en Dios sólo de un modo cualquiera: Él mismo lo es, es por su naturaleza amor. Y el amor de Dios no quiere quedarse aislado en sí mismo, sino que por su naturaleza quiere difundirse. En la Encarnación y en el sacrificio del Hijo de Dios, este amor ha alcanzado a la humanidad – esto es, a nosotros – de modo particular; y esto por el hecho de que Cristo, el Hijo de Dios, ha salido, por decirlo así, de la esfera de su ser Dios, se ha hecho carne y se ha hecho hombre; no sólo para ratificar al mundo en su ser terrenal, y ser para él como un mero acompañante que lo deja tal como es, sino para transformarlo. Del evento cristológico forma parte algo incomprensible, pues incluye –como dicen los Padres de la Iglesia– un sacrum commercium, un intercambio entre Dios y los hombres. Los Padres lo explican del modo siguiente: nosotros no tenemos nada que podríamos dar a Dios; sólo podemos poner ante Él nuestro pecado. Y Él lo acoge, lo asume como propio y nos da a cambio a sí mismo y su gloria. Se trata de un intercambio verdaderamente desigual, que se lleva a cabo en la vida y la pasión de Cristo. Él se hace pecador, toma sobre sí el pecado, asume lo que es nuestro y nos da lo que es suyo. Pero después, en el desarrollo del pensamiento y de la vida a la luz de la fe, se ha ido aclarando que nosotros no le damos sólo el pecado, sino que Él nos ha dado la capacidad; desde lo íntimo nos da la fuerza de darle también algo positivo, nuestro amor, de entregarle la humanidad en sentido positivo. Naturalmente, está claro que únicamente gracias a la generosidad de Dios el hombre, el mendicante que recibe la riqueza divina, puede no obstante dar también algo a Dios; Dios hace que el don nos sea soportable haciéndonos capaces de convertirnos en quienes pueden darle algo.
La Iglesia debe su ser a este intercambio desigual. No posee nada por sí misma ante Aquel que la ha fundado, de modo que se pudiera decir: ¡La hemos hecho muy bien! Su sentido consiste en ser instrumento de la redención, en dejarse impregnar por la Palabra de Dios y en introducir al mundo en la unión de amor con Dios. La Iglesia se sumerge en la atención condescendiente del Redentor para con los hombres. Cuando es realmente Ella misma, está siempre en movimiento, debe ponerse constantemente al servicio de la misión que ha recibido del Señor. Por eso debe abrirse una y otra vez a las preocupaciones del mundo, del cual ella precisamente forma parte, dedicarse sin reservas a estas preocupaciones, para continuar y hacer presente el intercambio sagrado que comenzó con la Encarnación.
 En el desarrollo histórico de la Iglesia se manifiesta, sin embargo, también una tendencia contraria, es decir, la de una Iglesia satisfecha de sí misma, que se acomoda en este mundo, es autosuficiente y se adapta a los criterios del mundo. Así, no es raro que dé mayor importancia a la organización y a la institucionalización, que no a su llamada de estar abierta a Dios y a abrir el mundo hacia el prójimo.
Para corresponder a su verdadera tarea, la Iglesia debe hacer una y otra vez el esfuerzo de desprenderse de esta secularización suya y volver a estar de nuevo abierta a Dios. Con esto sigue las palabras de Jesús: “No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo” (Jn 17,16), y es precisamente así como Él se entrega al mundo. En cierto sentido, la historia viene en ayuda de la Iglesia a través de distintas épocas de secularización que han contribuido en modo esencial a su purificación y reforma interior.
En efecto, las secularizaciones –sea que consistan en expropiaciones de bienes de la Iglesia o en supresión de privilegios o cosas similares– han significado siempre una profunda liberación de la Iglesia de formas mundanas: se despoja, por decirlo así, de su riqueza terrena y vuelve a abrazar plenamente su pobreza terrena. De este modo, comparte el destino de la tribu de Leví que, según la afirmación del Antiguo Testamento, era la única tribu de Israel que no poseía un patrimonio terreno, sino que, como parte de la herencia, le había tocado en suerte exclusivamente a Dios mismo, su palabra y sus signos. La Iglesia compartía en aquellos momentos históricos con esta tribu la exigencia de una pobreza que se abría hacia el mundo, para separarse de sus lazos materiales, y de este modo también su obra misionera volvía a ser creíble.
Los ejemplos históricos muestran que el testimonio misionero de la Iglesia desprendida del mundo resulta más claro. Liberada de fardos y privilegios materiales y políticos, la Iglesia puede dedicarse mejor y de manera verdaderamente cristiana al mundo entero; puede verdaderamente estar abierta al mundo. Puede vivir nuevamente con más soltura su llamada al ministerio de la adoración de Dios y al servicio del prójimo. La tarea misionera que va unida a la adoración cristiana, y debería determinar la estructura de la Iglesia, se hace más claramente visible. La Iglesia se abre al mundo, no para obtener la adhesión de los hombres a una institución con sus propias pretensiones de poder, sino más bien para hacerles entrar en sí mismos y conducirlos así hacia Aquel del que toda persona puede decir con san Agustín: Él es más íntimo a mí que yo mismo (cf. Conf. 3, 6, 11). Él, que está infinitamente por encima de mí, está de tal manera en mí que es mi verdadera interioridad. Mediante este estilo de apertura al mundo propio de la Iglesia, queda al mismo tiempo diseñada la forma en la que cada cristiano puede realizar esa misma apertura de modo eficaz y adecuado.
No se trata aquí de encontrar una nueva táctica para relanzar la Iglesia. Se trata más bien de dejar todo lo que es mera táctica y buscar la plena sinceridad, que no descuida ni reprime nada de la verdad de nuestro hoy, sino que realiza la fe plenamente en el hoy, viviéndola íntegramente precisamente en la sobriedad del hoy, llevándola a su plena identidad, quitando lo que sólo aparentemente es fe, pero que en realidad no es más que convención y costumbre.
Digámoslo con otras palabras: para el hombre, la fe cristiana es siempre un escándalo, y no sólo en nuestro tiempo. Creer que el Dios eterno se preocupa de los seres humanos, que nos conoce; que el Inasequible se ha convertido en un determinado momento y lugar en accesible; que el Inmortal ha sufrido y muerto en la cruz; que a los mortales se nos haya prometido la resurrección y la vida eterna; para nosotros los hombres, creer todo esto es sin duda una auténtica osadía.
Este escándalo, que no puede ser suprimido si no se quiere anular el cristianismo, ha sido desgraciadamente  ensombrecido recientemente por los dolorosos escándalos de los anunciadores de la fe. Se crea una situación peligrosa cuando estos escándalos ocupan el puesto del skandalon primario de la Cruz, haciéndolo así inaccesible; esto es, cuando esconden la verdadera exigencia cristiana detrás de la ineptitud de sus mensajeros.
Hay una razón más para pensar que sea de nuevo el momento de buscar el verdadero distanciamiento del mundo, de desprenderse con audacia de lo que hay de mundano en la Iglesia. Naturalmente, esto no quiere decir retirarse del mundo, es más bien lo contrario. Una Iglesia aligerada de los elementos mundanos es capaz de comunicar a los hombres –tanto a los que sufren como a quienes los ayudan–, precisamente también en el ámbito social y caritativo, la particular fuerza vital de la fe cristiana. “Para la Iglesia, la caridad no es una especie de actividad de asistencia social que también se podría dejar a otros, sino que pertenece a su naturaleza y es manifestación irrenunciable de su propia esencia” (Carta encíclica Deus caritas est, 25). Ciertamente, también las obras caritativas de la Iglesia deben prestar una atención constante a la exigencia de un adecuado distanciamiento del mundo para evitar que, ante un creciente alejamiento de la Iglesia, sus raíces se sequen. Sólo la profunda relación con Dios hace posible una plena atención al hombre, del mismo modo que sin una atención al prójimo se empobrece la relación con Dios.
Estar abiertos a las vicisitudes del mundo significa por tanto para la Iglesia desligada del mundo testimoniar, según el Evangelio, con palabras y obras, aquí y ahora, la señoría del amor de Dios. Esta tarea, además, nos remite más allá del mundo presente: la vida presente, en efecto, incluye la relación  con la vida eterna. Vivamos como individuos y como comunidad de la Iglesia la sencillez de un gran amor que, en el mundo, es al mismo tiempo lo más fácil y lo más difícil, porque exige nada más y nada menos que el darse a sí mismo.
Queridos amigos, me queda sólo implorar para todos nosotros la bendición de Dios y la fuerza del Espíritu Santo, para que podamos, cada uno en su propio campo de acción, reconocer una y otra vez y testimoniar el amor de Dios y su misericordia. Gracias por su atención.
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CEREMONIA DE DESPEDIDA
DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Aeropuerto de Lahr
Domingo 25 de Septiembre de 2011

Ilustre y estimado Señor Presidente Federal,
Distinguidos Representantes del Gobierno Federal,
del
Land Baden Württemberg y de los ayuntamientos,
Queridos Hermanos en el Episcopado,
Distinguidos señores y señoras

Antes de dejar Alemania, quiero dar las gracias por los días pasados en nuestra patria, tan conmovedores y ricos de acontecimientos.
Le agradezco, Señor Presidente Federal Wulff, su acogida en Berlín en nombre del pueblo alemán y que ahora, en el momento de la despedida, me haya honrado de nuevo con sus amables palabras. Doy las gracias a los Representantes del Gobierno Federal y de los Gobiernos de los Länder que han venido a la ceremonia de despedida. Un gracias de corazón al Arzobispo de Friburgo, Mons. Zollitsch, que me ha acompañado durante todo el viaje. Hago, naturalmente, extensible también mi agradecimiento al Arzobispo de Berlín, Mons. Woelki, y al Obispo de Erfurt, Mons. Wanke, que me han mostrado igualmente su hospitalidad, sin olvidar a todo el Episcopado alemán. Por último, dirijo un especial agradecimiento a todos los que han preparado entre bastidores estos cuatro días, asegurando su desarrollo sin inconvenientes: a las instituciones municipales, a las fuerzas del orden, a los servicios sanitarios, a los responsables de los transportes públicos y también a los numerosos voluntarios. Doy las gracias a todos por estos días espléndidos, por tantos encuentros personales y por las incontables muestras de atención y afecto con que me han colmado.
En Berlín, la capital federal, tuve una ocasión especial de hablar ante los parlamentarios del Deutscher Bundestag y exponerles algunas reflexiones sobres los fundamentos intelectuales del estado de derecho. Pienso también con gozo en los fructuosos coloquios con el Presidente Federal y la Señora Canciller sobre la situación actual del pueblo alemán y de la comunidad internacional. Me ha emocionado particularmente la acogida cordial y el entusiasmo de tantas personas en Berlín.
En el País de la Reforma, el ecumenismo ha sido naturalmente uno de los puntos centrales del viaje. Quisiera resaltar aquí el encuentro con los representantes de la “Iglesia Evangélica en Alemania” en el que fue convento agustino, en Erfurt. Estoy profundamente agradecido por el intercambio fraterno y la oración común. Ha sido muy especial también el encuentro con los cristianos ortodoxos y ortodoxos orientales, así como con los judíos y los musulmanes.  
Obviamente, esta visita estaba dirigida en manera especial a los católicos de Berlín, Erfurt, Eichsfeld y Friburgo. Recuerdo con agrado las celebraciones litúrgicas comunes, la alegría, el escuchar juntos la Palabra de Dios, el rezar y cantar unidos, particularmente en las zonas del País donde por decenios se ha intentado eliminar la religión de la vida de las gentes. Esto me permite tener confianza en el futuro de la Iglesia en Alemania y del cristianismo en Alemania. Como en las visitas precedentes, aquí se ha podido experimentar que muchos dan testimonio de su fe y hacen visible su fuerza transformadora en el mundo de hoy.
Me ha alegrado mucho también, tras la impresionante Jornada Mundial de la Juventud en Madrid, estar de nuevo en Friburgo, con tantos jóvenes, en la vigilia de la juventud de ayer. Deseo animar a la Iglesia en Alemania a seguir con fuerza y confianza el camino de la fe, que hace volver a las personas a las raíces, al núcleo esencial de la Buena Noticia de Cristo. Surgirán pequeñas comunidades de creyentes, y ya existen, que con el propio entusiasmo difundan rayos de luz en la sociedad pluralista, suscitando en otros la inquietud de buscar la l uz que da la vida en abundancia. “Nada hay más bello que conocerlo y comunicar a los otros la amistad con él” (Homilía en el inicio solemne del Pontificado, 24 de abril de 2005). De esta experiencia crece al final la certeza: “Donde está Dios, allí hay futuro”. Donde Dios está presente, allí hay esperanza y allí se abren nuevas prospectivas y con frecuencia insospechadas, que van más allá del hoy y de las cosas efímeras. En este sentido acompaño, con el pensamiento y la oración, el camino de la Iglesia en Alemania.
Regreso ahora a Roma con muchas experiencias y recuerdos de estos días en mi patria profundamente grabados. A la vez que aseguro mi oración por todos ustedes y por un buen futuro para nuestro País en paz y libertad, me despido con un cordial “Vergelt’s gott” [Dios se lo pague]. Que Dios les bendiga a todos.

                                                       © Copyright 2011 - Libreria Editrice Vaticana
 

 
 

 

 

Viaje Apostólico de S.S. Benedicto XVI a Alemania (IV)

                                   VIAJE APOSTÓLICO DEL PAPA BENEDICTO XVI
                                                                    A ALEMANIA
                                                           SEPTIEMBRE 22 al 25 de 2011


ENCUENTRO CON REPRESENTANTES DE LAS IGLESIAS ORTODOXAS
Y ORTODOXAS ORIENTALES
DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Hörsaal del Seminario de Friburgo de Brisgovia
Sábado 24 de Septiembre de 2011

Eminencias, Excelencias,
Venerables representantes de las Iglesias ortodoxas y ortodoxas orientales

Me alegra mucho que hoy estemos aquí reunidos. Les agradezco de todo corazón su presencia y la posibilidad de este intercambio amigable. Le agradezco en particular a usted, Metropolita Augoustinos, sus hondas palabras. Me ha impresionado sobre todo lo que ha dicho de la Madre de Dios y los santos, que abrazan y unen todos los siglos. En este contexto, me complace repetir lo que he dicho en otras ocasiones: sin duda, entre las Iglesias y las comunidades cristianas, la Ortodoxia es la más cercana teológicamente a nosotros; católicos y ortodoxos han conservado la misma estructura de la Iglesia de los orígenes; en este sentido, todos nosotros somos “Iglesia de los orígenes” que, no obstante, sigue siendo presente y nueva. Por eso nos atrevemos a esperar que no esté muy lejano el día en que podamos celebrar de nuevo juntos la Eucaristía, aunque desde el punto de vista humano surjan repetidamente dificultades (cf. Luz del Mundo. Una conversación con Peter Seewald, pp. 99s).

La Iglesia católica – y yo personalmente – sigue con interés y simpatía el desarrollo de las comunidades ortodoxas en Europa occidental, que han tenido un notable crecimiento. Actualmente, viven en Alemania – así he oído – aproximadamente un millón seiscientos mil cristianos ortodoxos y ortodoxos orientales. Se han convertido en parte constitutiva de la sociedad, contribuyendo a hacer más vivo el patrimonio de las culturas cristianas y de la fe cristiana en Europa. Me alegra la intensificación de la colaboración panortodoxa, que en los últimos años ha hecho progresos esenciales. La fundación de las Conferencias Episcopales Ortodoxas – de las que usted ha hablado –, allí donde las Iglesias Ortodoxas se encuentran en la diáspora, es expresión de las relaciones sólidas dentro de la Ortodoxia. Me alegra que el año pasado se haya dado en Alemania este paso. Que las experiencias que se viven en estas Conferencias Episcopales refuercen la unión entre las Iglesias ortodoxas y hagan avanzar los esfuerzos en favor de un concilio panortodoxo.

Desde que era profesor en Bonn y especialmente luego, siendo Arzobispo de Múnich y Freising, pude conocer y apreciar cada vez más en profundidad la Ortodoxia por la amistad personal con representantes de las Iglesias ortodoxas. En aquel tiempo, se inició también el trabajo de la Comisión conjunta de la Conferencia Episcopal Alemana y de la Iglesia Ortodoxa. Desde entonces, con sus textos dedicados a cuestiones pastorales y prácticas, promueve la comprensión recíproca y contribuye a consolidar y desarrollar las relaciones católico-ortodoxas en Alemania.

Es igualmente importante continuar el trabajo para aclarar las diferencias teológicas, pues su superación es indispensable para el restablecimiento de la unidad plena, que deseamos y por la que oramos. Sabemos que, sobre todo, es la cuestión del primado en torno a la cual hemos de continuar, con paciencia y humildad, los esfuerzos en el debate para su justa comprensión. Pienso que en esto pueden darnos aún impulsos fructuosos las reflexiones acerca del discernimiento entre la naturaleza y la forma del ejercicio del primado que hizo el Papa Juan Pablo II en la Encíclica Ut unum sint (n. 95).

Veo también con gratitud el trabajo de la Comisión mixta internacional para el diálogo teológico entre la Iglesia católica y las Iglesias ortodoxas orientales. Estoy contento, veneradas Eminencias y venerables representantes de las Iglesias Ortodoxas orientales, de encontrar con ustedes a los representantes de las Iglesias implicadas en este diálogo. Los resultados obtenidos hacen crecer la recíproca comprensión y el acercamiento mutuo.

En la actual tendencia de nuestro tiempo, en que son bastantes los que quieren, por decirlo así, “liberar” de Dios a la vida pública, las Iglesias cristianas en Alemania – entre las cuales están también los cristianos ortodoxos y ortodoxos orientales –, fundadas en la fe en el único Dios y Padre de todos los hombres, caminan juntas por la senda de un testimonio pacífico para la comprensión y la comunión entre los pueblos. Al hacer esto, no dejan de poner el milagro de la encarnación de Dios en el centro del anuncio. Conscientes de que sobre este milagro se funda toda la dignidad de la persona, se comprometen juntas en la protección de la vida humana desde su concepción hasta su muerte natural. La fe en Dios, creador de la vida, y el permanecer absolutamente fieles a la dignidad de cada persona fortalece a los cristianos para oponerse decididamente a cualquier intervención que manipule y seleccione la vida humana. Además, conociendo el valor del matrimonio y de la familia,  nos preocupa como cristianos, como algo importante, proteger de toda interpretación errónea la integridad y la singularidad del matrimonio entre un hombre y una mujer. Este compromiso común de los cristianos, entre los que se encuentran los fieles ortodoxos y ortodoxos orientales, ofrece una contribución valiosa a la edificación de una sociedad que puede tener futuro, en la cual se dé el debido respeto a la persona humana.

Al concluir, quisiera volver la mirada a María – usted nos la ha presentado como Panaghia –, a la Hodegetria, la “guía del camino”, que es venerada también en Occidente bajo el título de “Nuestra Señora del Camino”. La Santísima Trinidad ha dado a María, la Virgen Madre, a  la humanidad para que Ella, con su intercesión, nos guíe a través del tiempo y nos indique el camino hacia su cumplimiento. A Ella nos encomendamos y presentamos nuestra petición de llegar a ser en Cristo una comunidad cada vez más íntimamente unida, para alabanza y gloria de su Nombre. Dios os bendiga a todos. Gracias.
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ENCUENTRO CON LOS SEMINARISTAS
DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Capilla de San Carlos Borromeo del Seminario de Friburgo de Brisgovia
Sábado 24 de Septiembre de 2011

Queridos seminaristas,
queridos hermanos y hermanas


Es una gran alegría para mí poder encontrarme aquí con jóvenes que se encaminan para servir al Señor; que escuchan su llamada y quieren seguirlo. Quisiera agradecer calurosamente, en particular, la hermosa carta que me han escrito el Rector del seminario y los seminaristas. Me ha llegado verdaderamente al corazón comprobar cómo habéis reflexionado sobre mi carta y habéis desarrollado vuestras preguntas y respuestas sobre ella; con cuánta seriedad acogéis lo que he intentado proponeros, y sobre esa base procedéis en vuestro propio camino.

Sería ciertamente más bello si pudiéramos tener juntos un diálogo, pero el horario del viaje al que estoy obligado y he de obedecer, por desgracia no lo permite. Puedo solamente por tanto tratar de subrayar una vez más algunas ideas a la luz de lo que habéis escrito y de lo que yo escribí.

En el contexto de la pregunta: ¿A qué se debe el seminario; qué significa este período?, me impresiona sobre todo cada vez más el modo en que san Marcos, en el tercer capítulo de su Evangelio, describe la constitución de la comunidad de los Apóstoles: «El Señor instituyó doce». Él crea algo, Él hace algo, se trata de un acto creativo. Y Él los instituyó «para que estuvieran con Él y para enviarlos» (Mc 3,14); éste es un deseo doble que, en cierta medida, parece contradictorio. «Para que estuvieran con Él»: han de estar con Él para llegar a conocerlo, escucharlo, para dejarse plasmar por Él; deben ir con Él, estar en camino con Él, en torno a Él y tras Él. Pero, al mismo tiempo, han de ser enviados que van, que llevan fuera lo que han aprendido, lo llevan a los otros que están en camino: a la periferia, en el vasto entorno, e incluso también a los que están muy lejos de Él. Sin embargo, estos aspectos paradójicos van juntos: si están realmente con Él, entonces están siempre en camino hacia los otros, están en busca de la oveja extraviada; entonces van allí, han de transmitir lo que han encontrado, darlo a conocer, convertirse en enviados. Y viceversa: si quieren ser verdaderos enviados, tienen que estar siempre con Él. San Buenaventura dijo una vez que los Ángeles, vayan donde vayan, por más lejos que sea, se mueven siempre dentro de Dios. Así ocurre también aquí: como sacerdotes, hemos de salir a los diversos caminos en que se encuentran los hombres, para invitarlos a su banquete nupcial. Pero sólo podemos hacerlo permaneciendo siempre junto a Él. Y aprender esto, esta combinación entre salir fuera, ser enviados, y estar con Él, permanecer junto a Él, es precisamente – creo – lo que hemos de aprender en el seminario. 
El modo justo de permanecer con Él, el echar raíces profundas en Él – estar cada vez más con Él, conocerlo cada vez más, el mantenerse cada vez más sin separarse de Él – y al mismo tiempo salir cada vez más, llevar el mensaje, transmitirlo, no quedárselo para sí, sino llevar la Palabra a los que están lejos y que, sin embargo, en cuanto criaturas de Dios y amados por Cristo, llevan en el corazón el deseo de Él.

El seminario, pues, es un tiempo para ejercitarse; ciertamente, también para discernir y aprender: ¿Quiere Él esto para mí? La vocación tiene que ser verificada, y de esto forma parte la vida comunitaria y naturalmente el diálogo con los directores espirituales que tenéis, para aprender a discernir cuál es su voluntad. Y también aprender a confiar: si Él lo quiere verdaderamente, puedo confiarme a Él. En el mundo de hoy, que se transforma de manera increíble y en el que todo cambia continuamente, en el que los lazos humanos se rompen porque se producen nuevos encuentros, es cada vez más difícil creer: yo resistiré toda la vida. Ya en nuestros tiempos, no era fácil para nosotros imaginar cuántos decenios habría querido concederme Dios, cuánto cambiaría el mundo. ¿Perseveraré con Él, tal como se lo he prometido?... Es una pregunta que exige verificar la vocación, pero luego – cuanto más reconozco: sí Él me quiere – también la confianza: si me quiere, también me ayudará; en la hora de la tentación, en la hora del peligro, estará presente y me dará personas, me enseñará caminos, me apoyará. Y la fidelidad es posible porque Él siempre está presente, y porque Él existe, ayer, hoy y mañana; porque Él no pertenece solamente a este tiempo, sino que es futuro y puede sostenernos en cada momento.

Un tiempo de discernimiento, de aprendizaje, de llamada… Y luego, naturalmente, en cuanto tiempo del estar con Él, tiempo de oración, de escucharle. Escuchar, aprender a escucharlo verdaderamente – en la Palabra de la Sagrada Escritura, en la fe de la Iglesia, en la liturgia de la Iglesia – y aprender hoy en su Palabra. En la exégesis aprendemos tantas cosas sobre el pasado: todo lo de entonces, qué fuentes tenemos, qué comunidades había, y así sucesivamente. También esto es importante. Pero más importante es el que en ese ayer nosotros aprendamos el hoy; que, con estas palabras, Él habla ahora y que todas ellas llevan consigo su hoy y que, más allá de su origen histórico, llevan en sí una plenitud que habla a todos los tiempos. Y es importante aprender esta actualidad de su hablar – aprender a escuchar – y así poder decírselo a los otros. Ciertamente, cuando se prepara la homilía para el domingo, este hablar… ¡Dios mío, suena a menudo tan lejano! Pero si yo vivo con la Palabra, entonces veo que de ninguna manera es lejana: es actualísima, está ahora presente, me concierne y concierne a los otros. Y entonces comienzo también a saber explicarla. Pero para esto se requiere caminar constantemente con la Palabra de Dios.

El estar personalmente con Cristo, con el Dios vivo, es una cosa; la otra es que siempre podemos creer solamente en el «nosotros». A veces digo que san Pablo ha escrito: “La fe viene de la escucha», no del leer. También se necesita leer, pero la fe viene de la escucha, es decir, de la palabra viviente, de las palabras que los otros me dirigen y que puedo oír; de las palabras de la Iglesia a través de todos los tiempos, de la palabra actual que ella me dirige mediante los sacerdotes, los Obispos y los hermanos y hermanas. De la fe forma parte el «tú» del prójimo, y forma parte de ella el «nosotros». El ejercitarse, el apoyarse mutuamente es algo muy importante; aprender a acoger al otro como otro en su diferencia, y aprender que él tiene que soportarme a mí en mi diferencia, para llegar a ser un «nosotros», para que un día podamos formar una comunidad también en la parroquia, llamar a las personas a entrar en la comunidad de la Palabra y ponerse juntos en camino hacia el Dios vivo. Eso forma parte del «nosotros» muy concreto, como lo es el seminario, como lo será la parroquia, pero también el mirar siempre más allá del «nosotros» concreto y limitado hacia el gran «nosotros» de la Iglesia de todo tiempo y lugar, para no hacer de nosotros mismos el criterio absoluto. Cuando decimos: «Nosotros somos Iglesia», sí, claro, es cierto, somos nosotros, no uno cualquiera. Pero el «nosotros» es más amplio que el grupo que lo está diciendo. El «nosotros» es la comunidad entera de los fieles, de hoy, de todos los lugares y todos los tiempos. Y digo siempre además que en la comunidad de los fieles, sí existe, por decirlo así, el juicio de la mayoría de hecho, pero nunca puede haber una mayoría contra los Apóstoles y contra los Santos: eso sería una falsa mayoría. Nosotros somos Iglesia: ¡Seámoslo! Seámoslo precisamente en el abrirnos, en el ir más allá de nosotros mismos y en serlo junto a los otros.

Creo que según el horario quizás debería concluir. Quisiera deciros todavía una cosa. La preparación para el sacerdocio, el camino hacia él, requiere también el estudio. No se trata de una casualidad académica que se ha desarrollado en la Iglesia occidental, sino algo esencial. Todos sabemos que san Pedro ha dicho: «Estad dispuestos siempre para dar explicación a todo el que os pida la razón, el logos1 P 3,15). Hoy nuestro mundo es un mundo racionalista y condicionado por la mentalidad científica, aunque muy frecuentemente se trata sólo de una cientificidad aparente. Pero el espíritu científico, el comprender, el explicar, el poder saber, el rechazo de todo lo que no es racional, es dominante en nuestro tiempo. Hay en esto también algo grande, aunque a menudo se esconde detrás mucha presunción e insensatez. La fe no es un mundo paralelo del sentimiento, que nos permitimos luego como un accesorio, sino que abraza el todo, le da sentido, lo interpreta y da también las directivas éticas interiores, para que sea comprendido y experimentado en vista de Dios y a partir de Dios. Por eso es importante estar informados, comprender, tener la mente abierta, aprender. Naturalmente, dentro de veinte años estarán de moda teorías filosóficas totalmente diferentes de las de hoy: si pienso en lo que entre nosotros era la más alta y moderna moda filosófica, y veo cómo todo eso ya se ha olvidado… Sin embargo, no es inútil aprender estas cosas, porque en ellas hay también elementos duraderos. Y, sobre todo, con eso aprendemos a juzgar, a seguir mentalmente un pensamiento – y a hacerlo de manera crítica – y aprendemos a procurar que, en el pensar, la luz de Dios nos ilumine y no se apague. Estudiar es esencial: solamente así podemos afrontar nuestro tiempo y anunciarle el logos de nuestra fe. Estudiar también de modo crítico – conscientes precisamente de que mañana algún otro dirá algo diferente – pero ser estudiantes atentos, abiertos y humildes, para estudiar siempre con el Señor, ante el Señor y para Él.


Sí, todavía podría decir muchas cosas, y tal vez debería hacerlo... Pero doy las gracias por la escucha. Y en la oración, todos los seminaristas del mundo están presentes en mi corazón; no tan bien, con sus nombres, como los he recibido aquí, pero sí en un camino interior hacia el Señor: que Él bendiga a todos, les dé luz y les indique el sendero justo, y que nos dé muchos buenos sacerdotes. Gracias de corazón.
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ENCUENTRO CON EL CONSEJO
 DEL COMITÉ CENTRAL DE LOS CATÓLICOS ALEMANES (ZDK)
DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Hörsaal del Seminario de Friburgo de Brisgovia
Sábado 24 de Septiembre de 2011


Ilustres señores y señoras,
Queridos hermanos y hermanas:

Me es grato tener la oportunidad de encontrarme con ustedes aquí, en Friburgo, Miembros del Consejo del Comité Central de los Católicos Alemanes. Con gozo les manifiesto mi aprecio por su compromiso en sostener públicamente los intereses de los católicos y en dar impulso a la obra apostólica de la Iglesia y de los católicos en la sociedad. Al mismo tiempo, quisiera agradecerle, querido señor Presidente Glück, sus amables palabras, con las que ha dicho muchas cosas importantes y dignas de reflexión.

Queridos amigos, desde hace años existen los denominados programas exposure para ayudar a los países en vías de desarrollo. Personas responsables del mundo de la política, de la economía y de la Iglesia viven por un cierto tiempo con los pobres en África, Asia o América Latina, y comparten con ellos su vida cotidiana. Al ponerse en la situación en que viven estas personas ven el mundo con sus ojos y sacan de esa experiencia, una lección válida para la propia actuación solidaria.

Imaginémonos que este programa exposure tuviese lugar en Alemania. Expertos llegados de un país lejano vendrían a vivir con una familia alemana media durante una semana. Aquí admirarían muchas cosas, como el bienestar, el orden y la eficacia. Pero, con una mirada sin prejuicios, constatarían también mucha pobreza, pobreza en las relaciones humanas y en el ámbito religioso.

Vivimos en un tiempo caracterizado en gran parte por un relativismo subliminal que penetra todos los ambientes de la vida. A veces, este relativismo llega a ser batallador, arremetiendo contra quienes dicen saber dónde se encuentra la verdad o el sentido de la vida.

Y notamos cómo este relativismo ejerce cada vez más un influjo sobre las relaciones humanas y sobre la sociedad. Esto se manifiesta en la inconstancia y discontinuidad de tantas personas y en un excesivo individualismo. Hay quien parece incapaz de renunciar a nada en absoluto o a sacrificarse por los demás. También está disminuyendo el compromiso altruista por el bien común, en el campo social y cultural, o en favor de los necesitados. Otros ya no son idóneos para unirse de manera incondicional a un partner. Ya casi no se encuentra la valentía de prometer fidelidad para toda la vida; el valor de optar y decir: “yo ahora te pertenezco totalmente”, o de buscar con sinceridad la solución de los problemas comprometiéndose con decisión por la fidelidad y la veracidad.

Queridos amigos, en el programa exposure, al análisis sigue la reflexión común. Esta elaboración debe considerar a la persona humana en su totalidad, de la que forma parte – no sólo implícita, sino precisamente explícita - su relación con el Creador.

Vemos que en nuestro opulento mundo occidental hay carencias. A muchos les falta la experiencia de la bondad de Dios. No encuentran un punto de contacto con las Iglesias institucionales y sus estructuras tradicionales. Pero, ¿por qué? Pienso que ésta es una pregunta sobre la que debemos reflexionar muy seriamente. Ocuparse de ella es la tarea principal del Consejo Pontificio para la Promoción de la Nueva Evangelización. Pero, evidentemente, se dirige a todos nosotros. Permitidme afrontar aquí un aspecto de la específica situación alemana. En Alemania la Iglesia está organizada de manera óptima. Pero, detrás de las estructuras, ¿hay una fuerza espiritual correspondiente, la fuerza de la fe en el Dios vivo? Debemos decir sinceramente que hay un desfase entre las estructuras y el Espíritu. Y añado: La verdadera crisis de la Iglesia en el mundo occidental es una crisis de fe. Si no llegamos a una verdadera renovación en la fe, toda reforma estructural será ineficaz.

Pero volvamos a estas personas a quienes falta la experiencia de la bondad de Dios. Necesitan lugares donde poder hablar de su nostalgia interior. Y aquí estamos llamados a buscar nuevos caminos de evangelización. Uno de estos caminos podrían ser pequeñas comunidades donde se vive la amistad que se profundiza regularmente en la adoración comunitaria de Dios. Aquí hay personas que hablan de sus pequeñas experiencias de fe en su puesto de trabajo y en el ámbito familiar o entre sus conocidos, testimoniando de este modo un nuevo acercamiento de la Iglesia a la sociedad. A ellos les resulta claro que todos tienen necesidad de este alimento de amor, de la amistad concreta con los otros y con Dios. Pero sigue siendo importante la relación con la sabia vital de la Eucaristía, porque sin Cristo no podemos hacer nada (cf. Jn 15, 5).

Queridos hermanos y hermanas, que el Señor nos indique siempre el camino para ser juntos luz del mundo y para mostrar a nuestro prójimo el camino hacia el manantial donde pueden satisfacer su más profundo deseo de vida. Muchas gracias.
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VIGILIA DE ORACIÓN CON LOS JÓVENES
DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Feria de Friburgo de Brisgovia
Sábado 24 de Septiembre de 2011

Queridos jóvenes amigos:

Durante todo el día he pensado con gozo en esta noche, en la que estaría aquí con vosotros, unido a vosotros en la oración. Algunos habéis participado tal vez en la Jornada Mundial de la Juventud, donde experimentamos esa atmósfera especial de tranquilidad, de profunda comunión y de alegría interior que caracteriza una vigilia nocturna de oración. Espero que también todos nosotros podamos tener esa misma experiencia en este momento en el que el Señor nos toca y nos hace testigos gozosos, que oran juntos y se hacen responsables los unos de los otros, no solamente esta noche, sino también durante toda la vida.

En todas las iglesias, en las catedrales y conventos, en cualquier lugar donde los fieles se reúnen para celebrar la Vigilia pascual, la más santa de todas las noches, ésta se inaugura encendiendo el cirio pascual, cuya luz se transmite después a todos los participantes. Una pequeña llama se irradia en muchas luces e ilumina la casa de Dios a oscuras. En este maravilloso rito litúrgico, que hemos imitado en esta vigilia de oración, se nos revela mediante signos más elocuentes que las palabras el misterio de nuestra fe cristiana. Él, Cristo, que dice de sí mismo: “Yo soy la luz del mundo” (Jn 8, 12), hace brillar nuestra vida, para que se cumpla lo que acabamos de escuchar en el Evangelio: “Vosotros sois la luz del mundo” (Mt 5, 14). No son nuestros esfuerzos humanos o el progreso técnico de nuestro tiempo los que aportan luz al mundo. Una y otra vez, experimentamos que nuestro esfuerzo por un orden mejor y más justo tiene sus límites. El sufrimiento de los inocentes y, más aún, la muerte de cualquier hombre, producen una oscuridad impenetrable, que quizás se esclarece momentáneamente con nuevas experiencias, como un rayo en la noche. Pero, al final, queda una oscuridad angustiosa.

Puede haber en nuestro entorno tiniebla y oscuridad y, sin embargo, vemos una luz: una pequeña llama, minúscula, más fuerte que la oscuridad, en apariencia poderosa e insuperable. Cristo, resucitado de entre los muertos, brilla en el mundo, y lo hace de la forma más clara, precisamente allí donde según el juicio humano todo parece sombrío y sin esperanza. Él ha vencido a la muerte – Él vive – y la fe en Él, penetra como una pequeña luz todo lo que es oscuridad y amenaza. Ciertamente, quien cree en Jesús no siempre ve en la vida solamente el sol, casi como si pudiera ahorrarse sufrimientos y dificultades; ahora bien, tiene siempre una luz clara que le muestra una vía, el camino que conduce a la vida en abundancia (cf. Jn 10, 10). Los ojos de los que creen en Cristo vislumbran incluso en la noche más oscura una luz, y ven ya la claridad de un nuevo día.

La luz no se queda aislada. En todo su entorno se encienden otras luces. Bajo sus rayos se perfilan los contornos del ambiente, de forma que podemos orientarnos. No vivimos solos en el mundo. Precisamente en las cosas importantes de la vida tenemos necesidad de otros. En particular, no estamos solos en la fe, somos eslabones de la gran cadena de los creyentes. Ninguno llega a creer si no está sostenido por la fe de los otros y, por otra parte, con mi fe, contribuyo a confirmar a los demás en la suya. Nos ayudamos recíprocamente a ser ejemplos los unos para los otros, compartimos con los otros lo que es nuestro, nuestros pensamientos, nuestras acciones y nuestro afecto. Y nos ayudamos mutuamente a orientarnos, a discernir nuestro puesto en la sociedad.

Queridos amigos, “Yo soy la luz del mundo – vosotros sois la luz del mundo”, dice el Señor. Es algo misterioso y grandioso que Jesús diga lo mismo de sí y de cada uno de nosotros, es decir, “ser luz”. Si creemos que Él es el Hijo de Dios, que ha sanado a los enfermos y resucitado a los muertos; más aún, que Él ha resucitado del sepulcro y vive verdaderamente, entonces comprendemos que Él es la luz, la fuente de todas las luces de este mundo. Nosotros, en cambio, experimentamos una y otra vez el fracaso de nuestros esfuerzos y el error personal a pesar de nuestras buenas intenciones. Por lo que se ve, no obstante los progresos técnicos, el mundo en que vivimos nunca llega en definitiva a ser mejor. Sigue habiendo guerras, terror, hambre y enfermedades, pobreza extrema y represión sin piedad. E incluso aquellos que en la historia se han creído “portadores de luz”, pero sin haber sido iluminados por Cristo, única luz verdadera, no han creado ningún paraíso terrenal, sino que, por el contrario, han instaurado dictaduras y sistemas totalitarios, en los que se ha sofocado hasta la más pequeña chispa de humanidad.

Llegados a este punto, no debemos silenciar el hecho de que el mal existe. Lo vemos en tantos lugares del mundo; pero lo vemos también, y esto nos asusta, en nuestra vida. Sí, en nuestro propio corazón existe la inclinación al mal, el egoísmo, la envidia, la agresividad. Quizás se puede controlar esto de algún modo con una cierta autodisciplina. Pero es más difícil con formas de mal más bien oscuras, que pueden envolvernos como una niebla difusa, como la pereza, la lentitud en querer y hacer el bien. En la historia, algunos finos observadores han señalado frecuentemente que el daño a la Iglesia no lo provocan sus adversarios, sino los cristianos mediocres. ¿Cómo puede entonces decir Cristo que los cristianos – y también aquellos cristianos débiles – son la luz del mundo? Quizás lo entenderíamos si Él gritase: ¡Convertíos! ¡Sed la luz del mundo! ¡Cambiad vuestra vida, hacedla clara y resplandeciente! ¿No debemos quizás quedar sorprendidos de que el Señor no nos dirija una llamada de atención, sino que afirme que somos la luz del mundo, que somos luminosos y que brillamos en la oscuridad?

Queridos amigos, el apóstol san Pablo, se atreve a llamar “santos” en muchas de sus cartas a sus contemporáneos, los miembros de las comunidades locales. Con ello, se subraya que todo bautizado es santificado por Dios, incluso antes de poder hacer obras buenas. En el Bautismo, el Señor enciende por decirlo así una luz en nuestra vida, una luz que el catecismo llama la gracia santificante. Quien conserva dicha luz, quien vive en la gracia, es santo.

Queridos amigos, muchas veces se ha caricaturizado la imagen de los santos y se los ha presentado de modo deformado, como si ser santos significase estar fuera de la realidad, ingenuos y sin alegría. A menudo, se piensa que un santo es sólo aquel que hace obras ascéticas y morales de altísimo nivel y que precisamente por ello se puede venerar, pero nunca imitar en la propia vida. Qué equivocada y decepcionante es esta opinión. No existe ningún santo, salvo la bienaventurada Virgen María, que no haya conocido el pecado y que nunca haya caído. Queridos amigos, Cristo no se interesa tanto por las veces que flaqueamos o caemos en la vida, sino por las veces que nosotros, con su ayuda, nos levantamos. No exige acciones extraordinarias, pero quiere que su luz brille en vosotros. No os llama porque sois buenos y perfectos, sino porque Él es bueno y quiere haceros amigos suyos. Sí, vosotros sois la luz del mundo, porque Jesús es vuestra luz. Vosotros sois cristianos, no porque hacéis cosas especiales y extraordinarias, sino porque Él, Cristo, es vuestra, nuestra vida. Vosotros sois santos, nosotros somos santos, si dejamos que su gracia actúe en nosotros.

Queridos amigos, esta noche, en la que estamos reunidos en oración en torno al único Señor, vislumbramos la verdad de la Palabra de Cristo, según la cual no se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Esta asamblea brilla en los diversos sentidos de la palabra: en la claridad de innumerables luces, en el esplendor de tantos jóvenes que creen en Cristo. Una vela puede dar luz solamente si la llama la consume. Sería inservible si su cera no alimentase el fuego. Permitid que Cristo arda en vosotros, aun cuando ello comporte a veces sacrificio y renuncia. No temáis perder algo y, por decirlo así, quedaros al final con las manos vacías. Tened la valentía de usar vuestros talentos y dones al servicio del Reino de Dios y de entregaros vosotros mismos, como la cera de la vela, para que el Señor ilumine la oscuridad a través de vosotros. Tened la osadía de ser santos brillantes, en cuyos ojos y corazones resplandezca el amor de Cristo, llevando así la luz al mundo. Confío que vosotros y tantos otros jóvenes aquí en Alemania seáis llamas de esperanza que no queden ocultas. “Vosotros sois la luz del mundo”. “Donde está Dios, allí hay futuro”. Amén.

                                      © Copyright 2011 - Libreria Editrice Vaticana

Viaje Apostólico de S.S. Benedicto XVI a Alemania (III)

                                   VIAJE APOSTÓLICO DEL PAPA BENEDICTO XVI
                                                                    A ALEMANIA
                                                           SEPTIEMBRE 22 al 25 de 2011



CELEBRACIÓN ECUMÉNICA
DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Iglesia del antiguo Convento de los Agustinos de Erfurt
Viernes 23 de Septiembre de 2011


Queridos hermanos y hermanas en el Señor:

“No sólo por ellos ruego, sino también por los que crean en mí por la palabra de ellos” (Jn 17, 20): Así, en el Cenáculo, lo ha dicho Jesús al Padre. Él intercede por las futuras generaciones de creyentes. Mira más allá del Cenáculo hacia el futuro. Ha rezado también por nosotros y reza por nuestra unidad. Esta oración de Jesús no es simplemente algo del pasado. Él está siempre ante el Padre intercediendo por nosotros, y así está en este momento entre nosotros y quiere atraernos a su oración. En la oración de Jesús está el lugar interior, más profundo, de nuestra unidad. Seremos, pues una sola cosa, si nos dejamos atraer dentro de esta oración. Cada vez que, como cristianos, nos encontramos reunidos en la oración, esta lucha de Jesús por nosotros y con el Padre nos debería conmover profundamente en el corazón. Cuanto más nos dejamos atraer en esta dinámica, tanto más se realiza la unidad.

La oración de Jesús ¿ha quedado desoída? La historia del cristianismo es, por así decirlo, la parte visible de este drama, en la que Cristo lucha y sufre con nosotros, los seres humanos. Una y otra vez Él debe soportar el rechazo a la unidad, y aun así, una y otra vez se culmina la unidad con Él, y en Él con el Dios Trinitario. Debemos ver ambas cosas: el pecado del hombre, que reniega de Dios y se repliega en sí mismo, pero también las victorias de Dios, que sostiene la Iglesia no obstante su debilidad y atrae continuamente a los hombres dentro de sí, acercándolos de este modo los unos a los otros. Por eso, en un encuentro ecuménico, no debemos lamentar solo las divisiones y las separaciones, sino agradecer a Dios por todos los elementos de unidad que ha conservado para nosotros y que continuamente nos da. Gratitud que debe ser al mismo tiempo disponibilidad para no perder la unidad alcanzada, en medio de un tiempo de tentación y de peligros.

La unidad fundamental consiste en el hecho de que creemos en Dios Padre todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra. Que lo profesamos como Dios Trinitario: Padre, Hijo y Espíritu Santo. La unidad suprema no es la soledad una mónada, sino unidad a través del amor. Creemos en Dios, en el Dios concreto. Creemos que Dios nos ha hablado y se ha hecho uno de nosotros. La tarea común que actualmente tenemos, es dar testimonio de este Dios vivo.

El hombre tiene necesidad de Dios, o ¿acaso las cosas van bien sin Él? Cuando en una primera fase de la ausencia de Dios, su luz sigue mandando sus reflejos y mantiene unido el orden de la existencia humana, se tiene la impresión de que las cosas funcionan bastante bien incluso sin Dios. Pero cuanto más se aleja el mundo de Dios, tanto más resulta claro que el hombre, en el hybris del poder, en el vacío del corazón y en el ansia de satisfacción y de felicidad, “pierde” cada vez más la vida. La sed de infinito está presente en el hombre de tal manera que no se puede extirpar. El hombre ha sido creado para relacionarse con Dios y tiene necesidad de Él. En este tiempo, nuestro primer servicio ecuménico debe ser el testimoniar juntos la presencia del Dios vivo y dar así al mundo la respuesta que necesita. Naturalmente, de este testimonio fundamental de Dios forma parte, y de modo absolutamente central, el dar testimonio de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, que vivió entre nosotros, padeció y murió por nosotros, y que en su resurrección ha abierto totalmente la puerta de la muerte. Queridos amigos, ¡fortifiquémonos en esta fe! ¡Ayudémonos recíprocamente a vivirla! Esta es una gran tarea ecuménica que nos introduce en el corazón de la oración de Jesús.

La seriedad de la fe en Dios se manifiesta en vivir su palabra. En nuestro tiempo, se manifiesta de una forma muy concreta, en el compromiso por esta criatura, por el hombre, que Él quiso a su imagen. Vivimos en un tiempo en que los criterios de cómo ser hombres se han hecho inciertos. La ética viene sustituida con el cálculo de las consecuencias. Frente a esto, como cristianos, debemos defender la dignidad inviolable del ser humano, desde la concepción hasta la muerte, desde las cuestiones del diagnóstico previo a su implantación hasta la eutanasia. “Solo quien conoce a Dios, conoce al hombre”, dijo una vez Romano Guardini. Sin el conocimiento de Dios, el hombre se hace manipulable. La fe en Dios debe concretarse en nuestro común trabajo por el hombre. Forman parte de esta tarea a favor del hombre no sólo estos criterios fundamentales de humanidad sino, sobre todo y de modo concreto, el amor que Jesucristo nos ha enseñado en la descripción del Juicio Final (cf. Mt 25): el Dios juez nos juzgará según nos hayamos comportado con nuestro prójimo, con los más pequeños de sus hermanos. La disponibilidad para ayudar en las necesidades actuales, más allá del propio ambiente de vida es una obra esencial del cristiano.

Esto vale sobre todo, como he dicho, en el ámbito de la vida personal de cada uno. Pero vale también en la comunidad de un pueblo o de un Estado, en la que todos debemos hacernos cargo los unos de los otros. Vale para nuestro Continente, en el que estamos llamados a la solidaridad europea. Y, en fin, vale más allá de todas las fronteras: la caridad cristiana exige hoy también nuestro compromiso por la justicia en el mundo entero. Sé que de parte de los alemanes y de Alemania se trabaja mucho por hacer posible a todos los hombres una existencia humanamente digna, por lo que expreso una palabra de viva gratitud.

Para concluir, quisiera detenerme todavía en una dimensión más profunda de nuestra obligación de amar. La seriedad de la fe se manifiesta sobre todo cuando esta inspira a ciertas personas a ponerse totalmente a disposición de Dios y, a partir de Dios, de los demás. Las grandes ayudas se hacen concretas solamente cuando sobre el lugar existen aquellos que están a total disposición de los otros, y con ello hacen creíble el amor de Dios. Personas así son un signo importante para la verdad de nuestra fe.

En vísperas de mi visita, se ha hablado varias veces de que se espera de tal visita un don ecuménico del huésped. No es necesario que yo especifique los dones mencionados en tal contexto. A este respecto, quisiera decir que esto, como se ve en la mayor parte de los casos, constituye un malentendido político de la fe y del ecumenismo. Cuando un jefe de estado visita un país amigo, generalmente preceden contactos entre las instancias, que preparan la estipulación de uno o más acuerdos entre los dos estados: en la ponderación de las ventajas y desventajas se llega al compromiso que, al fin, aparece ventajoso para ambas partes, de manera que el tratado puede ser firmado. Pero la fe de los cristianos no se basa en una ponderación de nuestras ventajas y desventajas. Una fe autoconstruida no tiene valor. La fe no es una cosa que nosotros excogitamos y concordamos. Es el fundamento sobre el cual vivimos. La unidad no crece mediante la ponderación de ventajas y desventajas, sino profundizando cada vez más en la fe mediante el pensamiento y la vida. De esta forma, en los últimos 50 años, y en particular también desde la visita del Papa Juan Pablo II, hace 30 años, ha crecido mucho la comunión de la cual sólo podemos estar agradecidos. Me es grato recordar el encuentro con la comisión presidida por el Obispo luterano Lohse, en la cual nos hemos ejercitado juntos en este profundizar en la fe mediante el pensamiento y la vida. Expreso vivo agradecimiento a todos aquellos que han colaborado en esto, por la parte católica, de modo particular, al Cardenal Lehmann. No menciono otros nombres, el Señor los conoce a todos. Juntos podemos agradecer al Señor por el camino de la unidad por el que nos ha conducido, y asociarnos en humilde confianza a su oración: Haz, que todos seamos uno, como Tú eres uno con el Padre, para que el mundo crea que Él te ha enviado (cf. Jn 17, 21).
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VÍSPERAS MARIANAS
PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Santuario de Etzelsbach
Viernes 23 de Septiembre de 2011

Queridos hermanos y hermanas:

Saludo de todo corazón a todos los que habéis venido aquí, a Etzelsbach, para esta hora de oración. He oído hablar tanto de Eichsfeld desde mi juventud, que he pensado: alguna vez debo verlo y rezar con vosotros. Doy las gracias cordialmente al Obispo Wanke, que ya durante el vuelo me ha presentado vuestra región, así como a vuestro portavoz y representantes, que me han ofrecido dones simbólicos de vuestra tierra, a la vez que me han dado al menos una idea de la variedad de esta región.

Así, pues, me siento muy feliz de que se haya cumplido mi deseo de visitar Eichsfeld y de dar gracias con vosotros a la Virgen María en Etzelsbach. “Aquí en el querido valle tranquilo” –dice un canto de los peregrinos– y “bajo los viejos tilos”, María nos da seguridad y nuevas fuerzas. En dos dictaduras impías que han tratado de arrancar a los hombres su fe tradicional, las gentes de Eichsfeld estaban convencidas de encontrar aquí, en el santuario de Etzelsbach, una puerta abierta y un lugar de paz interior. Queremos continuar la amistad especial con María, amistad que se ha acrecentado con todo esto, y la queremos continuar, también con esta celebración de las Vísperas marianas de hoy.

Cuando los cristianos se dirigen a María en todos los tiempos y lugares, se dejan guiar por la certeza espontánea de que Jesús no puede rechazar las peticiones que le presenta su Madre; y se apoyan en la confianza inquebrantable de que María es también Madre nuestra; una Madre que ha experimentado el sufrimiento más grande de todos, que se da cuenta, juntamente con nosotros, de todas nuestras dificultades y piensa de modo materno cómo superarlas. Cuántas personas han ido en el transcurso de los siglos en peregrinación a María para encontrar ante la imagen de la Dolorosa, como aquí en Etzelsbach, consuelo y alivio.

Contemplemos su imagen. Una mujer de mediana edad, con los párpados hinchados de tanto llorar, y al mismo tiempo una mirada absorta, fija en la lejanía, como si estuviese meditando en su corazón sobre todo lo que había sucedido. Sobre su regazo reposa el cuerpo exánime del Hijo; Ella lo aprieta delicadamente y con amor, como un don precioso. Sobre el cuerpo desnudo del Hijo vemos los signos de la crucifixión. El brazo izquierdo del Crucificado cae verticalmente hacia abajo. Quizás, esta escultura de la Piedad, como a menudo era costumbre, estaba originalmente colocada sobre un altar. Así, el Crucificado remite con su brazo extendido a lo que sucede sobre el altar, donde el santo sacrificio que llevó a cabo se actualiza en la Eucaristía.

Una particularidad de la imagen milagrosa de Etzelsbach es la posición del Crucificado. En la mayor parte de las representaciones de la Piedad, el cuerpo sin vida de Jesús yace con la cabeza vuelta hacia la izquierda. De esta forma, el que lo contempla puede ver su herida del costado. Aquí en Etzelsbach, en cambio, la herida del costado está escondida, ya que el cadáver está orientado hacia el otro lado. Creo que dicha representación encierra un profundo significado, que se revela solamente en una atenta contemplación: en la imagen milagrosa de Etzelbach, los corazones de Jesús y de su Madre se dirigen uno al otro; los corazones se acercan. Se intercambian recíprocamente su amor. Sabemos que el corazón es también el órgano de la sensibilidad más profunda para el otro, así como de la íntima compasión. En el corazón de María encuentra cabida el amor que su divino Hijo quiere ofrecer al mundo.

La devoción mariana se concentra en la contemplación de la relación entre la Madre y su divino Hijo. Los fieles, en la oración, en las pruebas, en la gratitud y en la alegría, han encontrado siempre nuevos aspectos y títulos que nos pueden abrir mejor a este misterio como, por ejemplo, la imagen del Corazón Inmaculado de María, símbolo de la unidad profunda y sin reservas con Cristo en el amor. No es la autorrealización, el querer poseer y construirse a sí mismo, lo que lleva a la persona a su verdadero desarrollo, un aspecto que hoy se propone como modelo de la vida moderna, pero que fácilmente se convierte en una forma de egoísmo refinado. Es más bien la actitud del don de sí, la renuncia a sí mismo, lo que orienta hacia el corazón de María, y con ello hacia el corazón de Cristo, así como hacia el prójimo; y sólo en este modo hace que nos encontremos con nosotros mismos.

“A los que aman a Dios todo les sirve para el bien: a los que ha llamado conforme a su designio” (Rm 8, 28): lo acabamos de escuchar en la lectura tomada de la Carta a los Romanos. En María, Dios ha hecho confluir todo el bien y, por medio de Ella, no cesa de difundirlo ulteriormente en el mundo. Desde la Cruz, desde el trono de la gracia y la redención, Jesús ha entregado a los hombres como Madre a María, su propia Madre. En el momento de su sacrificio por la humanidad, Él constituye en cierto modo a María, mediadora del flujo de gracia que brota de la Cruz. Bajo la Cruz, María se hace compañera y protectora de los hombres en el camino de su vida. “Con su amor de Madre cuida de los hermanos de su Hijo, que todavía peregrinan y viven entre angustias y peligros hasta que lleguen a la patria feliz” (Lumen gentium, 62), como ha dicho el Concilio Vaticano II. Sí, en la vida pasamos por vicisitudes alternas, pero María intercede por nosotros ante su Hijo y nos ayuda a encontrar la fuerza del amor divino del Hijo y de abrirnos a él.

Nuestra confianza en la intercesión eficaz de la Madre de Dios y nuestra gratitud por la ayuda que experimentamos continuamente llevan consigo de algún modo el impulso a dirigir la reflexión más allá de las necesidades del momento. ¿Qué quiere decirnos verdaderamente María cuando nos salva de un peligro? Quiere ayudarnos a comprender la amplitud y profundidad de nuestra vocación cristiana. Quiere hacernos comprender con maternal delicadeza que toda nuestra vida debe ser una respuesta al amor rico en misericordia de nuestro Dios. Como si nos dijera: Entiende que Dios, que es la fuente de todo bien y no quiere otra cosa que tu verdadera felicidad, tiene el derecho de exigirte una vida que se abandone totalmente y con alegría a su voluntad, y se esfuerce en que los otros hagan lo mismo. “Donde está Dios, allí hay futuro”. En efecto: donde dejamos que el amor de Dios actúe totalmente sobre nuestra vida y en nuestra vida, allí se abre el cielo. Allí, es posible plasmar el presente, de modo que se ajuste cada vez más a la Buena Noticia de nuestro Señor Jesucristo. Allí, las pequeñas cosas de la vida cotidiana alcanzan su sentido y los grandes problemas encuentran su solución.

Con esta certeza imploramos a María, con esta certeza creemos en Jesucristo, nuestro Señor y nuestro Dios. Amén.
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CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Plaza de la Catedral, Erfurt
Sábado 24 de Septiembre de 2011

Queridos hermanos y hermanas:

“Alabad al Señor en todo tiempo, porque es bueno”. Así acabamos de cantar antes del Evangelio. Sí, tenemos verdaderamente motivos para dar gracias a Dios de todo corazón. Si en esta ciudad volviéramos con el pensamiento a 1981, el año jubilar de santa Isabel, hace treinta años, en tiempos de la República Democrática Alemana, ¿quién habría imaginado que el muro y las alambradas de las fronteras habrían caído pocos años después? Y si fuéramos todavía más atrás, cerca de setenta años, hasta 1941, en tiempos del nacionalsocialismo, de la Gran Guerra, ¿quién habría podido predecir que el “Reich milenario” quedaría reducido a cenizas cuatro años después?

Queridos hermanos y hermanas, aquí en Turingia, y en la entonces República Democrática Alemana, tuvisteis que soportar una dictadura “oscura” [nazi] y una roja [comunista], que para la fe cristiana fueron como una lluvia ácida. Muchas consecuencias tardías de ese tiempo han de ser aún asimiladas, sobre todo en la mentalidad y en el ámbito religioso. Actualmente, la mayoría de la gente en esta tierra vive lejana de la fe en Cristo y de la comunión de la Iglesia. Los últimos dos decenios, sin embargo, tienen también experiencias positivas: un horizonte más amplio, un intercambio más allá de las fronteras, una confiada certeza de que Dios no nos abandona y nos conduce por nuevos caminos. “Donde está Dios, allí hay futuro”.

Todos estamos convencidos de que la nueva libertad ha ayudado a dar a los hombres una mayor dignidad y a abrir muchas nuevas posibilidades. Desde el punto de vista de la Iglesia, podemos subrayar con agradecimiento muchos beneficios: nuevas posibilidades para las actividades parroquiales, la reestructuración y ampliación de iglesias y centros parroquiales, iniciativas pastorales o culturales diocesanas. Pero, naturalmente, también se nos plantea una pregunta: estas posibilidades, ¿nos han llevado también a un incremento de la fe? Las raíces de la fe y de la vida cristiana, ¿acaso no se han de buscar en algo más hondo que la libertad social? Muchos católicos convencidos han permanecido fieles a Cristo y a la Iglesia en la difícil situación de una opresión exterior. Y nosotros, ¿dónde estamos hoy? Ellos han aceptado desventajas personales con tal de vivir su propia fe. Quisiera dar las gracias aquí a los sacerdotes, así como a sus colaboradores y colaboradoras de aquellos tiempos. En particular, quisiera recordar la pastoral de los refugiados inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial: entonces, muchos eclesiásticos y laicos emprendieron grandes iniciativas para aliviar la penosa situación de los prófugos y darles una nueva Patria. Y, cómo no, un agradecimiento sincero a los padres que, en medio de la diáspora y en un ambiente político hostil a la Iglesia, educaron a sus hijos en la fe católica. Quiero recordar con gratitud las Semanas Religiosas para los niños durante las vacaciones, así como también el trabajo fructuoso de las casas para la juventud católica “San Sebastián”, en Erfurt, y “Marcel Callo”, en Heiligenstadt. Especialmente en Eichsfeld, muchos católicos resistieron a la ideología comunista. Que Dios recompense a todos abundantemente por la perseverancia en la fe. El testimonio valiente y el vivir paciente con Él, la confianza constante en la providencia de Dios, son como una semilla valiosa que promete un fruto abundante para el futuro.

La presencia de Dios se manifiesta siempre de modo particularmente claro en los santos. Su testimonio de fe puede darnos también hoy la fuerza para un nuevo despertar. Pensamos ahora, sobre todo, en los santos Patronos de la Diócesis de Erfurt: Isabel de Turingia, Bonifacio y Kilian. Isabel vino a Wartburg, en Turingia, de un país extranjero, de Hungría. Llevó una intensa vida de oración, unida a la penitencia y a la pobreza evangélica. Bajaba regularmente de su castillo, en la ciudad de Eisenach, para cuidar personalmente a los pobres y enfermos. Su vida en esta tierra fue breve – llegó sólo a los veinticuatro años –, pero el fruto de su santidad se extiende a través de los siglos. Santa Isabel es muy estimada también por los cristianos evangélicos; puede ayudarnos a todos nosotros a descubrir la plenitud de la fe, su belleza, su profundidad y su fuerza transformadora y purificadora, y a ponerla en práctica en nuestra vida cotidiana.

También la fundación de la Diócesis de Erfurt por san Bonifacio, en el año 742, remite a las raíces cristianas de nuestro país. Este acontecimiento es al mismo tiempo la primera mención documentada de la ciudad de Erfurt. El Obispo misionero Bonifacio había llegado de Inglaterra, y de su estilo de trabajar formaba parte el actuar en unión esencial y estrecha relación con el Obispo de Roma, el Sucesor de san Pedro. Sabía que la Iglesia debe estar unida en torno a Pedro. Lo veneramos como el “Apóstol de Alemania”; murió mártir. Dos de sus compañeros, que compartieron con él el testimonio del derramamiento de la sangre por la fe cristiana, están enterrados aquí, en la Catedral de Erfurt: son los santos Eoban y Adelar.

Antes aún que los misioneros anglosajones, en Turingia trabajó san Kilian, un misionero itinerante venido de Irlanda. Murió mártir en Würzburg junto con dos compañeros, porque criticaba el comportamiento moralmente equivocado del duque de Turingia, residente allí. Y, por último, no queremos olvidar a san Severo, patrón de Severikirche, aquí en la plaza de la Catedral. Fue obispo de Rávena en el siglo cuarto; en el año 836, su cuerpo fue trasladado a Erfurt, para arraigar más profundamente la fe cristiana en esta región. En efecto, de estos muertos partía el testimonio vivo de la Iglesia que perdura en el tiempo; de la fe que fecunda cada época y nos indica el camino de la vida.

Preguntémonos ahora: ¿Qué es lo que tienen en común estos santos? ¿Cómo podemos describir el aspecto particular de su vida y comprender que nos afecta y puede incidir en nuestra vida? Los santos nos muestran ante todo que es posible y bueno vivir en relación con Dios y vivir esta relación de modo radical, ponerlo en primer lugar y no relegarle solamente a un ángulo cualquiera. Los santos nos muestran de manera evidente que Dios ha sido el primero que se ha dirigido a nosotros. Nosotros no podríamos llegar hasta Él, lanzarnos en cierto modo hacia lo que desconocemos, si antes no nos hubiera amado, si no hubiera primero salido a nuestro encuentro. Después de haber venido ya al encuentro de los Padres con las palabras de la llamada, Él mismo se nos ha manifestado en Jesucristo, y en Él continúa mostrándose a nosotros. Cristo sale a nuestro encuentro también hoy, habla a cada uno, como lo acaba de hacerlo en el Evangelio, e invita a cada uno de nosotros a escucharlo, a aprender a comprenderlo y a seguirlo. Los santos han tomado en serio esta invitación y esta posibilidad, han reconocido al Dios concreto, lo han visto y escuchado; han ido a su encuentro y han caminado con Él; se han dejado contagiar por Él, por decirlo así, y se han orientado hacia Él desde lo íntimo de su ser – en el continuo diálogo de la oración –, y de Él han recibido la luz que abre a la vida verdadera.

La fe es siempre y esencialmente un creer junto con los otros. Nadie puede creer por sí solo. Recibimos la fe mediante la escucha, nos dice san Pablo. Y la escucha es un proceso de estar juntos de manera física y espiritual. Únicamente puedo creer en la gran comunión de los fieles de todos los tiempos que han encontrado a Cristo y que han sido encontrados por Él. El poder creer se lo debo ante todo a Dios que se dirige a mí y, por decirlo así, “enciende” mi fe. Pero muy concretamente, debo mi fe a los que me son cercanos y han creído antes que yo y creen conmigo. Este gran “con”, sin el cual no es posible una fe personal, es la Iglesia. Y esta Iglesia no se detiene ante las fronteras de los países, como lo demuestran las nacionalidades de los santos que he mencionado: Hungría, Inglaterra, Irlanda e Italia. Esto pone de relieve la importancia del intercambio espiritual que se extiende a través de toda la Iglesia. Sí, ha sido fundamental para el desarrollo de la Iglesia en nuestro país, y sigue siendo fundamental en todos los tiempos, que creamos juntos en todos los Continentes, y que aprendamos unos de otros a creer. Si nos abrimos a la fe íntegra, en la historia entera y en los testimonios de toda la Iglesia, entonces la fe católica tiene futuro también como fuerza pública en Alemania. Al mismo tiempo, las figuras de los santos de los que he hablado nos muestran la gran fecundidad de una vida con Dios, la fertilidad de este amor radical a Dios y al prójimo. Los santos, aun allí donde son pocos, cambian el mundo. Y los grandes santos siguen siendo fuerza transformadora en todos los tiempos.

De esta manera, los cambios políticos del año 1989 en nuestro país no fueron motivados sólo por el deseo de bienestar y de libertad de movimiento, sino, y decisivamente, por el deseo de veracidad. Este anhelo se mantuvo vivo, entre otras cosas, por personas totalmente dedicadas al servicio de Dios y del prójimo, dispuestas a sacrificar su propia vida. Ellos y los santos que hemos recordado nos animan a aprovechar la nueva situación. No queremos escondernos en una fe meramente privada, sino que queremos usar de manera responsable la libertad lograda. Como los santos Kilian, Bonifacio, Adelar, Eoban e Isabel de Turingia, queremos salir al encuentro de nuestros conciudadanos como cristianos, e invitarlos a descubrir con nosotros la plenitud de la Buena Nueva, su presencia, su fuerza vital y su belleza. Entonces seremos como la famosa campana de la Catedral de Erfurt, que lleva el nombre de “Gloriosa”. Se considera la campana medieval más grande del mundo que oscila libremente. Es un signo vivo de nuestro profundo enraizamiento en la tradición cristiana, pero también un llamamiento a ponernos en camino y comprometernos en la misión. Sonará también hoy al final de la Misa solemne. Que nos aliente a hacer visible y audible en el mundo – según el ejemplo de los santos – el testimonio de Cristo, a hacer audible y visible la gloria de Dios y, así, a vivir en un mundo en el que Dios está presente y hace la vida hermosa y rica de significado. Amén.
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SALUDO A LA CIUDADANÍA
DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Münsterplat de Friburgo de Brisgovia
Sábado 24 de Septiembre de 2011

Queridos amigos:

Os saludo a todos con gran alegría y os agradezco la cordial acogida que me habéis dispensado. Tras los hermosos encuentros en Berlín y Erfurt, me alegra estar ahora con vosotros en Friburgo, a la luz y el calor del sol. Doy las gracias especialmente a vuestro querido Arzobispo Robert Zollitsch por su invitación – ha insistido tanto que, al final, he debido decir: he de ir verdaderamente a Friburgo – así como por sus amables palabras de bienvenida.

“Donde está Dios, allí hay futuro”; así reza el lema de estas jornadas. Como Sucesor del Apóstol Pedro, al que el Señor encomendó en el cenáculo precisamente el encargo de confirmar a los hermanos (cf. Lc a estar con vosotros en esta bella ciudad para rezar juntos, proclamar la Palabra de Dios y celebrar juntos la Eucaristía. Os pido que recéis para que estos días sean fructíferos, de modo que Dios confirme nuestra fe, fortalezca nuestra esperanza y acreciente nuestro amor. Que en estos días lleguemos a ser nuevamente conscientes de lo mucho que Dios nos ama y de que Él es verdaderamente bueno. Por eso hemos de estar llenos de confianza de que Él es bueno para con nosotros, tiene un  poder bueno y nos lleva en sus manos; a nosotros y a todo lo que mueve nuestro corazón y es importante para nosotros. Y queremos ponerlo conscientemente en sus manos. En Él, nuestro futuro está asegurado. Él da sentido a nuestra vida y puede llevarla a plenitud. El Señor os acompañe en la paz y os haga mensajeros de su paz. Gracias de corazón por la acogida.


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